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Estudios Centroamericanos
Desarrollo sostenible y territorio en Centroamérica
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Desarrollo sostenible y territorio en
Centroamérica: notas para evidenciar
problemáticas y adelantar alternativas
Sustainable development and territory in Central
America: notes to highlight problems and
advance alternatives
DOI: https://doi.org/10.51378/eca.v76i767.6470
Afirmar que en el año de su Bicentenario El Salvador y Centroamérica
son territorios vulnerables, expuestos a múltiples amenazas socioambientales
magnificadas por el cambio climático a nivel planetario, el crecimiento de las
ciudades y las condiciones de exclusión de buena parte de la población no
constituye en sí mismo una novedad. No por ello la situación deja de ser grave
y de requerir de una reflexión desde diversos campos del conocimiento que
al mismo tiempo profundice en algunas problemáticas críticas y visibilice las
numerosas vinculaciones entre temas como desarrollo sostenible, territorio,
hábitat y planificación.
Una realidad dramática a inicios de la tercera década del siglo XXI
Amenazas ambientales y desastres
Algunos datos de la realidad nacional y regional son dramáticos cuando
se quiere hablar de ciertos procesos territoriales claves. Según el Centro de
Investigación sobre la Epidemiología de los Desastres (CRED) y la Oficina de
Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR), entre
1998, el año del huracán Mitch, y 2017, los desastres climáticos y geofísicos
habían cobrado la vida de 1.3 millones de personas y ocasionado pérdidas
económicas por $2,908 billones en el planeta. De acuerdo con la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), entre 1950 y 2010,
en Centroamérica fallecieron más de 50,000 personas a causa de dichos
desastres, que generaron pérdidas equivalentes al 7 % del producto interno
bruto (PIB) de Honduras, el 4.2 % de El Salvador y el 3.6 % de Nicaragua
(CRED-UNDRR, 2018). Ese mismo año, German Watch clasificaba a los cin-
co países de la región entre los 25 con un más alto índice de riesgo climático
global (IRC), calculado con base en las pérdidas acumuladas de vidas y da-
ños materiales causados solo por eventos climáticos extremos ocurridos entre
1998 y 2017, lo que ubicaba a Honduras en segundo lugar a nivel mundial,
Editorial
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Nicaragua en la posición 6, Guatemala en la 14, El Salvador en la 16 y Costa
Rica en la 21 (Eckstein et al., 2018). El VI Informe Estado de la Región indica
que, en los últimos setenta años, Centroamérica ha enfrentado más de 350
desastres regionales que han afectado al menos a tres naciones de forma si-
multánea. Quiere decir que, en promedio, cinco desastres anuales impactaron
la región en dicho período (PEN-CONARE, 2021, p. 245). Por otra parte, el
mismo informe registra, en ese mismo lapso, la ocurrencia de más de 30,000
eventos entre inundaciones, deslizamientos, sequías, terremotos, aluviones,
erupciones volcánicas y tornados. De ahí que, a pesar de los impactos ca-
tastróficos de los eventos extremos, en Centroamérica conviene igualmente
prestar atención a los desastres de escala más local y de “lento desarrollo
relacionados con sequías, desertificación, inundaciones constantes y aumento
del nivel del mar, los cuales ocurren en períodos muy largos que disminuyen
lentamente la capacidad de las personas para mantenerse a sí mismas y sus
medios de vida (Mayer, 2016, p. 18).
Patrones de uso insostenible del territorio
En términos más amplios, Centroamérica también ha visto agravarse los
patrones de uso insostenible del territorio y el aumento de su huella ecológica
entendida como el equivalente de su consumo de recursos, generación de con-
taminación y residuos. De acuerdo al Global Footprint Network (GFN), todos
los países de la región, con la posible excepción de Nicaragua, se encuentran
en una situación de “deuda ecológica”, ya que dichos patrones de consumo
han superado con creces desde los años noventa la biocapacidad del territorio.
En ese sentido, casos como El Salvador son particularmente críticos, ya que
la huella ecológica por persona, según esta misma fuente, era de 1.99 hgp
(hectáreas globales por persona), mientras que la biocapacidad era de solo
0.55 hgp (GFN, 2021). La dependencia de los hidrocarburos y el auge de
actividades extractivas orientadas al mercado internacional, como el cultivo de
la caña de azúcar o la palma africana, son responsables en buena medida de
estos impactos. Por ejemplo, en 2020, la región exportó más de 1,500 millones
de toneladas de aceite de palma por un valor de casi $1,000 millones (Cen-
tralAmerica Data, 2021). Solo en Guatemala y Honduras se estima que entre
170,000 y 190,000 Ha están cultivadas de palma, sobre todo en la llamada
Franja Transversal del Norte en la primera y en la Costa Norte en la segun-
da, en un proceso que ha tenido un crecimiento exponencial en los últimos
veinte años. Estas dinámicas, además, han contribuido a poner en evidencia
numerosos conflictos socioambientales que Gargantini et al. (2018) entienden
como tensiones latentes o manifiestas entre los agentes vinculadas al soporte
físico del territorio que resultan en violaciones a derechos colectivos, como el
acceso a tierra, agua, vivienda o un medio ambiente sano. De acuerdo con
el VI Informe Estado de la Región (PEN-CONARE, 2021), en Centroamérica,
entre 1990 y 2020, se habían detectado al menos 89 conflictos entre agentes
relacionados con la ausencia de procesos de consulta, otorgamiento de per-
misos, licencias o concesiones de tierra indebidas, daños a los ecosistemas
y graves afectaciones al medio ambiente; Guatemala y Honduras fueron los
países con mayor número de disputas registradas. Aunque se entiende que la
migración es un fenómeno multicausal, existe un interés creciente por entender
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su vinculación con las condiciones ambientales de un territorio. Agencias como
la Organización Internacional para las Migraciones (OIM, 2007) reconocen la
categoría de “migrantes ambientales”, especialmente aquellos que enfrentan
desastres de lento desarrollo, muchas veces vinculados a la escasez o deterioro
de recursos que forman parte de sus medios de vida.
Crecimiento urbano y vulnerabilidad
El deterioro ambiental y la exposición a múltiples amenazas naturales son
catalizados por condiciones de vulnerabilidad socioambiental que en la región
están vinculadas a los procesos continuos de expansión urbana. Centroamérica
sigue siendo en la segunda década del siglo XXI la región menos urbanizada
de América Latina. De acuerdo con el VI Informe Estado de la Región (PEN-
CONARE, 2021), el 62 % de los 44 millones de centroamericanos habitan en
ciudades contra un promedio de más del 80 % en la región latinoamericana.
Dentro de esta población urbana, las áreas metropolitanas de las ciudades
capitales tienen un peso significativo, por ejemplo, aglomeraciones como la
Gran Área Metropolitana (GAM) de San José y el Área Metropolitana de San
Salvador (AMSS) agrupan ellas solas el 44 % y el 28 % de la población de
Costa Rica y El Salvador, respectivamente. Por lo tanto, una buena parte de
la población regional está expuesta a múltiples amenazas como terremotos,
deslizamientos o inundaciones, por el solo hecho de estar concentrada en
espacios al pie de volcanes, cordilleras, ríos y cauces. Adicionalmente, las
grandes ciudades de la región plantean importantes desafíos en términos del
acceso a múltiples servicios en condiciones de equidad y sostenibilidad. Tal
es el caso de los sistemas de movilidad urbana que incluyen: modos de trans-
porte (vehículos y personas), infraestructuras (redes viales) y gobernanza (nor-
mas, instituciones). Según datos del Sistema de Integración Centroamericana
(SICA), solo en Guatemala, Honduras y El Salvador, el llamado Triángulo
Norte (TN) de Centroamérica, había en 2021 casi 4.5 millones de vehículos
automotores y unas 176,000 unidades de transporte público, cantidades que
prácticamente se habían duplicado en los últimos diez años con las respectivas
consecuencias en términos de congestión y seguridad vial. Para ilustrar este
punto, hay que señalar que estos países tienen algunas de las tasas más altas
de siniestralidad vial en América Latina, entre 16.6 y 22.2 muertos por cada
100,000 habitantes (Moscoso et al., 2019). Algo parecido puede comentarse
respecto a la situación habitacional del istmo.
De acuerdo con Hábitat para la Humanidad (HPH) y el Instituto
Centroamericano de Administración de Empresas (INCAE), más de cinco mi-
llones y medio de hogares en la región habitan viviendas inadecuadas con gra-
ves carencias en el servicio de agua potable, servicios sanitarios, seguridad de
tenencia y materiales inadecuados de construcción (Guevara & Arce, 2016).
Estas condiciones de precariedad son particularmente críticas para los grupos
de menores ingresos en los ámbitos urbanos de El Salvador o Costa Rica y en
los rurales de Guatemala y Honduras. La dimensión urbanística del problema
habitacional queda evidenciada en el caso del AMSS cuando, de acuerdo
con los datos del Atlas Metropolitano (COAMSS-OPAMSS, 2021a), “solo el
38% de la población recibe agua 7 días de la semana durante 24 horas” (p.
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40). Como señala el mismo estudio de Guevara & Arce (2016), todo ello es
particularmente crítico cuando se recuerda que “la vivienda juega un papel im-
portantísimo en el desarrollo y bienestar de las familias, [ya que] una vivienda
adecuada les puede proporcionar la fortaleza, la estabilidad y la independencia
que necesitan para construir un mejor futuro” (p. 2). De ahí el interés, en toda
la región, de promover formas innovadoras de acceder a vivienda donde la
misma población sea protagonista y se valoren los procesos de producción
social de vivienda y hábitat (PSVH) desde un enfoque de derechos.
Alternativas de intervención para promover el desarrollo sostenible
en los territorios
Ante este panorama, las sociedades centroamericanas cuentan con diver-
sas alternativas de intervención para promover el desarrollo sostenible en sus
territorios, que van desde el alineamiento con diversos acuerdos y agendas
internacionales hasta la recuperación de un enfoque de derechos que ponga
a las personas al centro de las políticas públicas territoriales.
La dimensión internacional del desarrollo sostenible
Ya han pasado más de 30 años desde que las Naciones Unidas, a través
del informe Brundtland (WCED, 1987), plantearon el “paradigma del desa-
rrollo sostenible”, afirmando el carácter multidimensional del desarrollo que
conlleva la articulación de aspectos sociales, económicos y ambientales, así
como su naturaleza intergeneracional, al vincular las decisiones del presente
con sus consecuencias futuras. Gradualmente, el desarrollo sostenible ha per-
meado en diversos campos de la política pública, incluyendo temas urbanísti-
cos como la movilidad. La adopción de la Agenda 2030 y de los Objetivos de
Desarrollo Sostenible (ODS) en 2015 constituye un hito en ese sentido, ya que
los países centroamericanos se comprometieron a avanzar en el cumplimiento
de 17 objetivos interrelacionados que comprenden aspiraciones como: “Fin
de la pobreza” (ODS1), “Agua limpia y saneamiento” (ODS6) y “Ciudades
y comunidades sostenibles” (ODS11). En ese marco, el Programa de las
Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU Hábitat), a través
de su III Conferencia sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible, adoptó
la llamada “Nueva Agenda Urbana” (NAU), que comprende una amplia
discusión sobre: las dimensiones social, económica, ambiental y espacial; los
medios de implementación y elementos de gobernanza y seguimiento (ONU
Hábitat, 2020). No obstante, uno de los retos centrales de estas agendas es
que solo constituyen una guía para su adaptación a nivel nacional y local,
conforme a las posibilidades y condiciones de los diversos países y localidades.
Como señalan Metzger & Robert (2013), estos instrumentos han facilitado la
incorporación de temas como la sostenibilidad, la resiliencia, la adaptación al
cambio climático y la vulnerabilidad a los procesos de planificación territorial.
En Centroamérica, diversas organizaciones han reafirmado su compromiso
con estos principios, como es el caso del Consejo de Alcaldes y la Oficina de
Planificación del Área Metropolitana de San Salvador (COAMSS-OPAMSS)
que en su Plan Estratégico Institucional 2021-2025/2030 se comprometen con
alinear su quehacer institucional de cara a construir una “Metropoli sostenible
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y resiliente” (COAMSS-OPAMSS, 2021b). Algo parecido sucedió en 2018 con
la adopción de la nueva Política Nacional de Desarrollo Urbano (PNDU) de
Costa Rica, la cual se fundamenta en la NAU, la Agenda 2030 y la Conven-
ción Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (2012).
Por otra parte, las agendas internacionales también han resonado en la
dinámica del proceso de integración regional que gestiona el SICA. Durante
las dos primeras décadas de este siglo, el sistema aprobó políticas, estrategias y
agendas regionales vinculadas con la planificación del territorio, tales como: la
Estrategia Centroamericana de Vivienda y Asentamientos Humanos (ECVAH,
2006); la Agenda Centroamericana de Ordenamiento Territorial (ACOT, 2008);
el Proyecto Mesoamérica y la Red Internacional de Carreteras Mesoamericanas
(PM-RICAM, 2008); la Estrategia Centroamericana de Desarrollo Rural Terri-
torial (ECADERT, 2010), y la Política Centroamericana de Gestión Integral de
Riesgos (PCGIR, 2013). A ello hay que agregar que, a nivel regional, existen
mecanismos de gestión especializada en temas ambientales, como la Comisión
Centroamericana de Ambiente y Desarrollo (CCAD). Sin embargo, tal como
lo señala el VI Informe Estado de la Región, “el impulso integracionista (…)
muestra claras señales de agotamiento político”, ello a pesar de que la integra-
ción económica ha seguido avanzando y de que la gestión de algunos temas
ambientales, por ejemplo, las cuencas hidrográficas compartidas, requiere
de un trabajo conjunto entre los países centroamericanos (PEN-CONARE,
2021, p. 45). Una arista adicional de esta dimensión internacional de la sos-
tenibilidad se manifiesta en los flujos migratorios, particularmente cuando se
reconoce “que los factores ambientales están induciendo, en lugar de obligar,
a los individuos a migrar” (Mayer, 2016, p. 10).
Quiere decir que para avanzar en la promoción del desarrollo sostenible en
la región se requiere, por un lado, del seguimiento continuo de los acuerdos
internacionales y, por otro, de un esfuerzo de interpretación y adaptación de
estas agendas a las realidades locales, limitado probablemente por las debili-
dades del proceso de integración.
Nuevas formas de gobernanza territorial
La NAU (ONU Hábitat, 2020) reconoce que el proceso de crecimiento
urbano y la creciente complejidad de la vida en las ciudades a nivel global
obliga a pensar nuevos mecanismos de gobernanza urbana. El concepto se
define como “el proceso mediante el cual los gobiernos nacionales, subnacio-
nales y locales y las partes interesadas deciden colectivamente cómo planificar,
financiar y gestionar las áreas urbanas” (p. 86). Para ello, se fundamenta en
cinco principios: toma de decisiones transparente; participación e inclusión;
subsidiariedad y proporcionalidad; cooperación y eficiencia, y digitalización
y gestión del conocimiento (p. 87). Dentro de ello, un desafío particular lo
constituye la construcción de una apropiada gobernanza metropolitana. Se
estima que, actualmente, casi uno de cada cuatro centroamericanos habita
en las áreas metropolitanas de las cinco capitales. No obstante, solo el AMSS
posee una estructura institucional propia que busca fortalecer la coordinación
entre municipalidades y facilitar el diálogo con entidades del gobierno nacio-
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nal. Las insuficiencias de los modelos institucionales de la GAM en San José
o del Área Metropolitana de Ciudad de Guatemala (AMCG) son palpables
en temas críticos para la sostenibilidad urbana, como la emisión de permisos
de urbanización y construcción, la gestión ambiental de áreas sensibles o los
sistemas de movilidad. En su valoración de las experiencias de planificación
para el desarrollo en América Latina, Mattar & Cuervo (2017) explican que la
interescalaridad es uno de los retos centrales de estos procesos que requieren
necesariamente de diálogo y coordinación entre diversas instancias estatales y
otros actores. Por ello, la NAU “aboga por un enfoque multinivel (…) basado
en territorios funcionales en lugar de fronteras administrativas” (p. 86).
La magnitud de este desafío queda ilustrada en el caso de los sistemas
de transporte público y los intentos fallidos por implementar, en la última dé-
cada, el modelo de Bus Rapid Transit (BRT) en Tegucigalpa o San Salvador
y su contraste con la experiencia relativamente exitosa en Guatemala. Estos
intentos reflejan las múltiples disputas y dificultades de trabajo conjunto en el
espacio metropolitano entre gobiernos locales, entes reguladores nacionales,
empresarios y usuarios, incluyendo lo que Grande (2016a) denomina “el
análisis de la sostenibilidad social” de los sistemas de movilidad. En una línea
parecida conviene destacar las intervenciones de mejoramiento integral de
barrios que ha documentado Chacón (2017) en el AMSS, en las que sobresale
el trabajo protagónico de organizaciones no gubernamentales, cooperación
internacional y los mismos habitantes, con el apoyo de entidades estatales,
en lo que la autora denomina “un modelo de cooperación interinstitucional”
que puede arrojar luz sobre la construcción de una nueva gobernanza en el
espacio metropolitano. Todo ello apunta a la premisa de “no dejar a nadie ni
a ningún lugar atrás” (ONU Hábitat, 2020) a través de nuevos arreglos institu-
cionales, procesos de toma de decisión más abiertos y participativos y la toma
de acuerdos entre múltiples actores del territorio.
Planificación del territorio
Los países centroamericanos, con el apoyo de organismos multilaterales
y de cooperación, emprendieron durante la segunda década del siglo XXI
importantes esfuerzos de planificación del desarrollo a nivel nacional y de
sus principales espacios urbanos. Lo primero queda ejemplificado en los
sucesivos Planes Nacionales de Desarrollo (PND), de Costa Rica; el Plan de
Desarrollo Humano, de Nicaragua; la Visión País, de Honduras; los Planes
Quinquenales de Desarrollo (PQD), de El Salvador, y en el Plan K´Atun, de
Guatemala. Además, los países iniciaron un proceso de organización de los
denominados “sistemas nacionales de planificación” (SNP), orientados por el
trabajo de la CEPAL. Sin embargo, dichos sistemas siguen siendo frágiles y
son dependientes de los variables respaldos políticos, sobre todo a nivel del
gobierno nacional. La disolución de la Secretaría Técnica y de Planificación de
la Presidencia (SETEPLAN) en El Salvador, como uno de los primeros actos
administrativos de la gestión 2019-2024, ilustra la todavía débil instituciona-
lización de la planificación como una función pública esencial. Algo parecido
sucede en Honduras con la itinerancia de la Dirección General de Ordena-
miento Territorial (DGOT), entre diversas secretarías del Ejecutivo desde Go-
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bernación, Planificación y Presidencia. De igual forma, la desarticulación entre
planes nacionales e iniciativas de desarrollo económico tipo enclave destinadas
a atraer inversiones extranjeras, como las denominadas “Zonas Económicas
Especiales” en El Salvador u Honduras, subrayan las dificultades para integrar
el objetivo de desarrollo económico en un marco más amplio de desarrollo
sostenible que permita una valoración más certera de su expresión espacial y
de sus impactos sobre el territorio.
Por otra parte, puede afirmarse que en 2021 las cinco capitales centroame-
ricanas y otras ciudades intermedias de la región disponen de instrumentos de
planificación, ya sea metropolitanos o locales, relativamente actualizados, mu-
chos en sintonía con lo previsto en las agendas internacionales, incluyendo los
ODS. En algunos casos, como en el AMSS o en Ciudad de Guatemala, estos
planes son producto de una acumulación de experiencias y capacidades téc-
nicas con varias décadas de trabajo que han permitido la ejecución de obras
significativas de transformación del espacio urbano, tales como el Transmetro
o ejercicios de revitalización de los centros históricos. En el fondo, con ello
se pondría en evidencia que, tal como lo reconoce la NAU, “las condiciones
espaciales de una ciudad pueden mejorar su capacidad para generar valor y
bienestar social, económico y ambiental” (ONU Hábitat, 2020, p. 45). De ahí
que la forma física de las ciudades, intencionalmente planeada, tiene una re-
levancia central para garantizar el acceso a empleo, vivienda y servicios de sa-
lud, educación y recreación. No obstante, a pesar de contar con estos planes,
ciudades como el AMSS mantienen una tendencia de expansión preocupante.
Según el Atlas Metropolitano (COAMSS-OPAMSS, 2021a), entre 1979 y 2019,
el AMSS creció un promedio de 3.47 km
2
/año (p. 15), con los subsiguientes
efectos en términos de consumo de recursos ambientales y ampliación de los
desplazamientos. Lo anterior debe interpretarse como un llamado a repensar
el modelo de planificación para que, teniendo como referencia las orientacio-
nes de las estrategias internacionales, se pueda incidir con efectividad en las
dinámicas de producción y consumo de suelo urbanizado y generación de
espacios para equipamientos y espacios públicos que estén a disposición de
una población cada vez más urbana.
Participación ciudadana e involucramiento comunitario
No obstante, probablemente el principal salto pendiente para los procesos
de planificación del territorio en Centroamérica de cara al impulso efectivo del
desarrollo sostenible radique en la promoción de la participación ciudadana y
el involucramiento activo de la población organizada a nivel comunitario. Esto
significa superar un modelo todavía muy tecnocrático de planificación centra-
do en el Estado en sus diferentes niveles y que tiende a ignorar las relaciones
de poder que los actores establecen en el territorio. Esto pone sobre la mesa la
necesidad de aceptar la existencia de visiones diferenciadas y frecuentemente
contradictorias respecto al espacio y su uso por parte de administradores,
urbanistas, empresarios y habitantes, y “reconocer las asimetrías de poder,
información y conocimiento” (Forester, 2012, p. 12).
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De ahí que, desde una mirada fundamentada en los derechos humanos,
interese poner en valor el enfoque de la PSVH, que entiende a la vivienda en
particular y al hábitat en general como procesos sociales y culturales producto
de la acción de los habitantes, no animadas por el lucro y orientadas por los
principios de democracia y participación, y valores como la solidaridad. Ello
implica el involucramiento activo de las personas organizadas, grupos de apo-
yo e instituciones públicas, lo que apunta hacia la estructuración de verdaderos
procesos de innovación social (IS) que pueden “provocar cambios significa-
tivos en las estructuras de gobernanza y fortalecer el empoderamiento de las
personas” y con ello alterar las relaciones de poder existentes en el espacio
(Moulaert et al., 2013). Son cada vez más frecuentes las experiencias centro-
americanas alrededor de estos temas, motivadas en parte por el apoyo de
redes internacionales, como es el caso de las cooperativas de vivienda y la re-
cuperación de prácticas más tradicionales como el ejido. En la región, también
se puede constatar la emergencia de nuevos actores motivados por algunos
temas territoriales, como los llamados “colectivos” en Costa Rica, que reivin-
dican temas como espacio público, seguridad ciudadana, movilidad blanda o
la protección de los ríos urbanos (PEN-CONARE, 2018). También es el caso
de organizaciones comunitarias y patronatos que en Honduras han disputado
la concesión de tierras nacionales para actividades mineras o de generación
de energía. En el fondo, ello recuerda que el territorio es esencialmente un
espacio en disputa, más en sociedades profundamente desiguales como las
centroamericanas. Autores como Córdoba-Hernández & Pérez García (2020)
afirman, a partir del análisis de diversas experiencias en América Latina, que
la cohesión social y la inclusión urbana son elementos centrales de cara a la
construcción de resiliencia y, en última instancia, de sostenibilidad. Lo anterior
plantea múltiples retos y oportunidades para el futuro, desde la necesidad de
renovar los marcos conceptuales para entender y poner en movimiento la
acción comunitaria en el territorio, hasta la documentación de experiencias
que contrasten con las prácticas hegemónicas de uso del espacio y pongan en
evidencia nuevas formas de impulsar la vida en el territorio. A ello, esperan
hacer una contribución los artículos en este número de la revista ECA.
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