El Atlacatl de Lardé y Larín, de la historia a la crítica cultural
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Revista Realidad 159, 2022
ISSN 1991-3516 – e-ISSN 2520-0526
REFLEXIÓN
El Atlacatl de Lardé y Larín, de la historia a la crítica cultural
No. 159, Enero-Junio de 2022, 95-104
DOI: https://doi.org/10.51378/realidad.v1i159.6830
El Atlacatl de Lardé y Larín, de la
historia a la crítica cultural
The Atlacatl of Lardé y Larín, from
History to Cultural Criticism
1
Ricardo Roque Baldovinos
Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”
rroque@uca.edu.sv
I
Muy buenas tardes. Primero que
nada, quisiera agradecerles por
conferirme el gran honor de formar
parte de esta distinguida institu-
ción, y de hacerlo ocupando la silla
que dejó vacante don Jorge Lardé y
Larín. Me permito además confesar
la placentera y extraña coincidencia
de que la letra que corresponde a
mi lugar sea la “R”. Obra pues una
misteriosa casualidad que sea la
letra inicial de mi primer nombre
y mi primer apellido, a la que me
siento muy unido, pues la considero
parte inextricable de mi ser. En los
ya remotos y cada vez más difusos
recuerdos de mi infancia, me sentía
vanamente orgulloso de la recién
adquirida habilidad de pronunciar el
sonido que representa esa letra en
nuestra lengua con toda su vibrante
contundencia. Era una forma de
acercarme al mundo de los adultos.
Los lingüistas aquí presentes no
me contradirán al resaltar que ese
fonema vibrante alveolar es de
ardua ejecución. Se dice que a una
décima parte de los hablantes les
está vedado pronunciarlo, al punto
que ello explica que en buena parte
de los territorios de la hispanidad se
haya sustituido por variantes afri-
cadas, líquidas o guturales.
Ahora bien, aclaro que no es de
lingüística de lo que quiero hablar
en esta ocasión, sino de otros temas
que atraviesan mucho de lo que
hasta ahora ha sido mi trabajo. Me
re ero al esfuerzo de tratar de dilu-
cidar por medio de qué símbolos,
ciertas creaciones humanas reciben
una misteriosa investidura afectiva
y pasan a considerarse elemento
constitutivo del ser de individuos y
colectividades, como en mi caso la
letra R. Este es un esfuerzo que ubico
en el aún poco acotado terreno de la
crítica cultural, a falta de un mejor
nombre.
Para ello, buscaré auxilio de uno
de los muchos aportes de mi ante-
cesor a la tarea de investigación
sobre la cultura nacional: La refu-
tación de nitiva de la historicidad
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de Atlacatl. Aunque ello será, para-
dójicamente, para mostrar por qué
aunque se despejen dilemas histó-
ricos no necesariamente se elimina
a los símbolos en el terreno de la
cultura. Las leyendas sobreviven a
las personas o viven incluso cuando
descubrimos que estas nunca
existieron. Ello sucede así porque
individuos o sucesos no pueden
entrar en la memoria, si no es como
cciones. En otras palabras, quienes
trascienden son los signos, los refe-
rentes están atados al presente y a la
caducidad de la carne.
II
Antes de entrar en los deta-
lles de la leyenda de Atlacatl, debo
destacar lo que muchos consideran
el aporte del trabajo intelectual de
don Jorge Lardé y Larín a la cultura
salvadoreña. Lo conrman de forma
elocuente Pedro Escalante Arce y
Carlos Cañas Dinarte, al aseverar
que su extensa obra, junto al trabajo
de Rodolfo Barón Castro, inició una
nueva etapa de la historia salva-
doreña” que abrió el período del
documento, de la prueba fehaciente,
de la fascinante paleografía, del
análisis, el pensamiento crítico y la
reexión” (Escalante y Dinarte, 9 de
mayo de 2001). Esas cualidades son
precisamente las que pone en juego
en el breve ensayo “Un símbolo de
heroísmo: Atlacatl” donde explica
las razones para refutar la histori-
cidad del personaje (Lardé y Larín,
2000: 73-75). Lardé y Larín nota
ahí que el único documento donde
se menciona al señor pipil es el
Memorial de Sololá. O, para ser más
precisos, en la traducción del mismo
al francés realizada en 1855 por
el abate Charles Etienne Brasseur
de Bourbourg. En el numeral 150
de la versión de este inuyente
americanista, se relata que camino
a Cuzcatlán, Pedro de Alvarado
enfrentó y dio muerte al rey de los
pipiles.
Dicho suceso aparece luego
consignado en la obra Histoire des
nations civilisées du Mexique et de
l’Amérique Centrale, que publicó el
mencionado clérigo en 1856. Esta
obra la tradujo al castellano en 1873
Juan Gavarrete para la Sociedad
Económica de Guatemala. Se vertió
también en inglés en 1885 por
Daniel G. Brinton. La versión francesa
del manuscrito cakchiquel se recoge,
por otra parte, en la compilación
titulada Les manuscrits précolom-
biens del célebre mayanista Georges
Raynaud, a cuyas clases sobre arte y
cultura maya asistiría Miguel Ángel
Asturias en la década de 1920.
Lardé y Larín nos muestra cómo
el personaje que nos preocupa al ser
repetido pues por tan ilustres fuentes
adquirió el peso incontestable del
dato histórico. Y ello daría pie a que
fuera apropiado y diseminado con
entusiasmo por las primeras gene-
raciones de intelectuales salvado-
reños genuinamente preocupados
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en construir una identidad nacional.
Pero nuestro autor trae a cuenta una
evidencia que refuta la existencia
del supuesto héroe. Nos hace ver
que el erudito guatemalteco Adrián
Recinos había elaborado una traduc-
ción mucho más cuidada y precisa
del referido manuscrito cakchiquel
que dio a conocer en 1948 bajo el
título de Anales de los cakchiqueles.
Allí el antes mencionado numeral
150 queda plasmado de la siguiente
forma:
Veinticinco días después de haber llegado a la ciudad (de Iximché
o Tecapán-Guatemala) partió Tonatiuh (Pedro de Alvarado) para
Cuzcatan, destruyendo de paso a Atacat (o Escuintla). El día 2
Queh (el nueve de mayo de 1524) los castellanos mataron a los
de Atacat (o Escuintla) (Lardé y Larín, 2000: 74-75).
Atacat –y no Atlacatl, que es una
transcripción inexacta que sigue la
norma del altiplano mexicano y no
la pipil– se reere entonces no al
nombre propio de un líder guerrero
sino de un poblado, que coincide con
la actual Escuintla, la cual se ubica,
no en territorio salvadoreño, sino
en el de la República de Guatemala.
Según esta nueva versión, las
huestes de Alvarado habrían dado
muerte no al rey de Cuzcatlán, sino
a los señores de Escuintla. La única
evidencia documental del nombre
propio del rey de Cuzcatlán se desva-
necía en el aire.
El rigor de historiador que nece-
sita de la refrenda documental
obliga a Lardé y Larín a revelar el
hecho. Pero en su ensayo trasluce
que no cumple el deber con dema-
siada alegría. Por eso antes de
revelar la información que niega la
existencia del personaje, trata de
salvar la leyenda. Pues más allá de
los personajes históricos, están “los
hombres-símbolos” que son tan
indispensables para los pueblos
como los héroes de carne y hueso,
porque sin su concurso es imposible
forjar e inculcar el sentimiento patrio
en la conciencia nacional” (Lardé, 73).
Quisiera abordar en lo que resta
de la presente intervención, la vida
que un símbolo adquiere indepen-
diente de su veracidad histórica. De
tal forma que, a través de un reco-
rrido de la vida del símbolo Atlacatl,
podemos rastrear, no una esencia
nacional –que no existe como tal–
sino las distintas ideas de nación
que se han puesto en juego en el
último siglo de nuestra historia… y
las pasiones que las han animado.
III
Al elaborar una lista de los inte-
lectuales salvadoreños que parti-
cipan en la invención de la leyenda,
Lardé y Larín menciona a Darío
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González, Carlos Imendia y Juan
José Laínez. Creo necesario prestar
atención a otros dos autores que
también contribuyeron al esfuerzo:
Vicente Acosta, a quien todavía no
acabamos de reconocer como el
mayor poeta modernista de nuestro
país; y al padre de nuestro autor, el
erudito Jorge Lardé y Arthés, a quien
cabe señalar, sin mucho riesgo, como
el principal artíce de leyenda de
Atlacatl.
Jorge Lardé y Larín muestra el
camino en que el error de traduc-
ción de Brasseur de Bourbourg llevó
a la fabricación de una epopeya
nacional. Pero es llamativo que las
primeras elaboraciones de Atlacat en
la literatura no lo presentan nece-
sariamente bajo un ropaje heroico.
Las mitologías nacionales no son
espontáneas, ni mucho menos origi-
nales. Como nos muestra Benedict
Anderson, estas siguen a menudo la
lógica de la producción en serie. Hay
un modelo exitoso que se replica
(Anderson, 1998: 29-45). El molde al
que recurrimos con más frecuencia,
en esta región del mundo, es de
factura mexicana. Era atractivo pues
le dio a la nación vecina una anti-
güedad comparable a las metrópolis
y un pathos trágico, afín la sensibi-
lidad romántica decimonónica, la era
de las grandes invenciones nacio-
nales modernas.
En nuestro país, las huellas
monumentales de las civilizaciones
mesoamericanas recién se estaban
descubriendo y aprendiendo a valorar
cuando nos cayó, como regalo de la
providencia, el error de traducción
de Brasseur de Bourbourg. Bastaba
no más agregar un marco narrativo
romántico. Por eso, haciendo eco
de los presagios del desastre que
recibió Moctezuma, según lo reeren
algunas de las crónicas que los
informantes indígenas entregaron
a los primeros misioneros espa-
ñoles, Vicente Acosta se imaginó a
un Atlacatl melancólico, abatido por
la inminencia de la hecatombe de
su reino. Así nos lo presenta en el
poema “La corte de Atlacatl”, publi-
cado en la revista La Quincena, el
15 de junio de 1903. Allí, el poeta
nos invita a imaginarnos una esta
suntuosa y animada, mas de cuya
alegría no participa el rey:
“[…] verse puede
del Rey en el semblante,
como una nube en cielo de verano,
que sombras de tristeza su alma abaten:
a las genuexiones y saludos
de sus vasallos, con sonrisa amable,
iris en la tormenta de sus cóleras,
como antes no responde. Es que mensajes
siniestros han llegado
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para el Rey, de miserias y desastres.
Ya los hijos del sol, los hombres blancos
que al rayo mandan, llegan implacables
como una maldición, borrando pueblos
y derribando altares;
ya el arcabuz resuena en sus dominios,
los dioses tutelares son burlados
y herida Cuscatlán, vacila y cae!” (Acosta, 15 de junio de 1903:
195).
¿Por qué nos entrega Acosta este
Atlacatl frágil e impotente? Debemos
recordar que la primera genera-
ción de intelectuales que asume
el reto de dar forma a una mito-
logía nacional se encuentra en una
difícil encrucijada. Se enfrenta a la
disyuntiva entre ser modernos –que
en ese entonces sólo quería decir
ser europeos” y enraizarse en un
pasado con suciente profundidad.
Las grandes civilizaciones mesoame-
ricanas ofrecían, en este sentido, una
antigüedad a la altura de los deseos
de modernidad de esa generación.
Sin embargo, conllevaban el peligro
de poner en relieve la existencia de
campesinos indígenas, los herederos
en línea directa de esas civiliza-
ciones, que vivían fuera de la nación,
como resultado de un modelo social
heredado de la colonia que, lejos
de haberse superado con la inde-
pendencia, se profundizaba con las
necesidades de inserción del país
al capitalismo mundial. Estos sobre-
vivientes no sólo quedaban conde-
nados a una existencia precaria,
sino que su mundo cultural quedaba
oculto tras el denso velo de ideolo-
gías racistas que el positivismo en
boga racionalizaba y hacía proliferar.
¿Cómo hacer para que esa genea-
logía no derivase en un reclamo
político incómodo? La solución
que se idea entonces es trazar una
sura temporal infranqueable de la
catástrofe, por la que la antigüedad
quedaba totalmente desconectada
del presente de lo que Darcy Ribeiro
denominó los pueblos-testimonio
(Ribeiro, 1977: 113-220). Se elabora
para ello un esquema narrativo que
opera como guración ccional de
la historia. A ello le he llamado en
otro trabajo la épica trunca (Roque
Baldovinos, 2016: 237-261).
Sin embargo, el contorno deni-
tivo de la leyenda de Atlacatl que
se logra un par de décadas después,
libera al personaje de los matices
sombríos. Según nos muestra Carlos
Gregorio López Bernal, la preocu-
pación por inventar una tradición
nacional ya no sólo obedece a un
deseo por aclarar los conictos exis-
tenciales de una élite letrada, sino
a un esfuerzo por agregar guras
al panteón de los héroes liberales,
que pudieran seducir a los grupos
subalternos y hacerlos partícipes de
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un ser salvadoreño. Esto se da en el
período que antecede a los sucesos
de 1932, marcado por una creciente
irrupción de los sectores populares
en la vida política.
La elaboración de la leyenda de
Atlacatl ya no sólo es labor de la
imaginación de los poetas, sino de
eruditos que aspiran a inaugurar una
historia nacional de amplia difusión.
En este esfuerzo, es donde participa
Jorge Lardé y Arthés. Sin embargo,
esa misma urgencia por dotar a la
nación de una antigüedad a la altura
de los sueños de modernidad, lo
lleva a borrar las fronteras entre la
historia y la imaginación. A Atlacatl
se le inventa una dinastía, la de los
Atlacátidas, e inspirándose de nuevo
en el modelo mexicano, donde
destaca el binomio Moctezuma-
Cuauhtémoc, se nos desdobla el
personaje en un Atlacatl el viejo, que
muere a manos de los conquistados
en el primer encuentro, y un Atlacatl
el joven, que llevaría la resistencia
del pueblo pipil contra el conquis-
tador. Lardé y Arthés no se conformó
con este esfuerzo de creación de
cción-historia, se preocupó por
dejar explícito el sentido del perso-
naje:
Atlacatl había muerto y con él la independencia […] las madres
cuscatlecas recordaban a sus hijos el heroísmo del último
Atlacatl e infundían en sus pechos la energía del trabajo y el
amor a la independencia (López Bernal, 2007, 169).
Se ofrece pues una mitología
nacional que fabrica un pasado
antiguo, pero que está totalmente
desconectada de las memorias de
los pueblos indígenas existentes y
de sus posibles reclamos ancestrales
y contemporáneos. La leyenda de
Atlacatl encarna las virtudes cívicas
modernas, el emblema de un ser
nacional homogéneo y abstracto que
se dene por su enfrentamiento a un
enemigo foráneo, que en este caso
es el conquistador español, pero que,
en el momento requerido, puede
extrapolarse a cualquier adversario.
Esa era la lógica de la forma nación
como cción de la soberanía a través
de la cual El Salvador estaba recla-
mando su particularidad en la lógica
homogeneizadora de la modernidad.
A partir de allí, Atlacatl entra de
lleno a la mitología nacional. El cele-
brado cacique no sólo se encarna en
los relatos de literatos e historia-
dores, sino también en imágenes.
Algunas de las más célebres que
podemos recordar son la escultura de
bronce de Valentín Estrada, un sello
postal de 3 centavos y el medallón
del Palacio Nacional. Es otra parte de
la vida del símbolo, que debo omitir
por limitaciones de tiempo.
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IV
Es importante señalar que,
desde el principio, la historicidad de
Atlacatl siempre estuvo en cuestión.
Consciente de lo aventurado del
exceso de la licencia poética de su
fabricación histórica, Lardé y Arthés
trató de conjurar el peligro de lo
inverosímil al comparar a su crea-
ción con la función simbólica del
soldado desconocido, gura central
en las mitologías nacionales de las
naciones europeas más avanzadas
(López Bernal, 168).
Será una generación posterior, sin
embargo, la que se atreva a rechazar
de forma más decidida la gura de
Atlacatl, al proponer su remoción del
panteón nacional y su reemplazo por
otras guras que tienen más rele-
vancia en las memorias y reivindica-
ciones históricas de los pueblos indí-
genas. Me reero en este caso a la
llamada Generación Comprometida
y a sus esfuerzos de reescritura de
lo nacional desde una proyecto de
izquierda. Atlacatl no sólo posee
dudosas credenciales históricas,
encarna, además, la mentira ocial
del militarismo, lo cual, según lo que
hemos visto, no es del todo inexacto.
En la expresión literaria más elabo-
rada de esta contra-historia, el
collage épico-poético Las historias
prohibidas del Pulgarcito de Roque
Dalton (1974), Atlacatl está por
completo ausente. La resistencia a
la conquista, como momento funda-
cional en esta narrativa, aparece refe-
rida a partir de un juego de contra-
punto y palimpsesto con la carta de
relación de Pedro de Alvarado, sin
que se haga mención al legendario
caudillo pipil. Su lugar como héroe
indígena nacional lo pasa a ocupar
principalmente Anastasio Aquino,
gura históricamente documentada,
que para Dalton pasa a ser “Padre
de la Patria”, pues lo concibe como el
precursor de la revolución por venir.
Este esfuerzo de reescritura
histórica impregnó la imaginación
de izquierdas y de ello es prueba
elocuente que, durante el conicto
armado, la guerrilla del FMLN deno-
minó a algunos de frentes de guerra
usando nombres de guras indígenas
de esta contra-historia, de allí el
frente paracentral Anastasio Aquino
o el frente occidental Feliciano Ama,
en honor al líder indígena de Izalco,
asesinado en la represión de la insu-
rrección de 1932. Pero como veremos
a continuación, la leyenda de Atlacatl
distaba de haber sido enterrada. Sería
precisamente el conicto armado de
1979-1992 el que le daría una nueva
vida, de manera insospechada.
V
En un artículo de opinión que
aparece en una edición de 2010 del
periódico digital La página, Marvin
Aguilar reere una interesante anéc-
dota. En una conferencia que dictó a
un grupo de ociales de la Tercera
Brigada de Infantería de San Miguel
reveló la falsedad histórica de
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Atlacatl. La noticia fue recibida con
gran desconcierto por su audiencia,
al punto que uno de los militares
asistentes le declaró al concluir la
actividad que lo había dejado huér-
fano (Aguilar, 10 de septiembre de
2010).
El repudio de la intelectualidad
de izquierdas va a llevar a Atlacatl
a otros territorios de sentido.
Recordemos que estos intelectuales
cargan al símbolo con una afectividad
negativa pues encarna la mentira
y el subdesarrollo intelectual de la
narrativa nacional del militarismo.
Sin embargo, el esfuerzo propagan-
dístico de la contrainsurgencia lo
rescata hábilmente de su temporal
indigencia. Es así como Atlacatl pasa
a convertirse en el ícono de la ideo-
logía anticomunista. Encarna una
tradición nacional amenazada por
un enemigo externo, el comunismo.
Y recordemos que el molde narra-
tivo del que proviene la leyenda de
Atlacatl se presta para este tipo de
usos.
Evidencia de esto, es que el bata-
llón militar emblema del esfuerzo
contrainsurgente, paradójicamente
nanciado y entrenado por los
Estados Unidos, se bautiza con el
nombre de Atlacatl. Detrás de este
nombre, está la todavía más impor-
tante inversión afectiva que recibe:
es el despecho ante una percibida
agresión simbólica; es la protesta
ante la execración de lo patrio; es,
en suma, el campeón que, en su
desnudez natural, enfrenta a un
colosal agresor foráneo. En la insignia
del referido batallón, se reproduce
la imagen canónica del personaje,
la de la estatua de Valentín Estrada,
pero en lugar de sostener el arco y la
echa, porta un fusil M-16. Muchos
combatientes del ejército se sentían
así partícipes de la escena originaria
nacional. De ahí la orfandad que
conesa el interlocutor de Aguilar
cuando se defenestra a su arquetipo.
VI
Las cargas afectivas contrarias de
la gura de Atlacatl son evidencia de
su diseminación a través del aparato
de la historia nacional y de su calado
en el imaginario popular. Atlacatl ya
estaba ligado a una cierta vivencia
de lo nacional. La insistencia con que
la publicidad lo emplea en la fabrica-
ción de marcas comerciales, bien sea
de bancos o licores, para connotar
autoctonía es prueba de ello.
La evidencia más reciente de
esta impronta es la transguración
de Atlacatl, en tiempos de posguerra,
en símbolo de la nostalgia de la
diáspora salvadoreña. En distintos
puntos de los Estados Unidos, se
encuentran restaurantes que llevan
el nombre del héroe legendario y
ofrecen “Salvadoran Food. Por la vía
de la gastronomía, Atlacatl y lo salva-
doreño se convierten en sinónimos.
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Pero la historia no acaba aquí.
Pareciera que el péndulo del devenir
histórico no deja de oscilar. Podemos
detectar de nuevo del uso de Atlacatl
para connotar desafección, como en
tiempos de la generación compro-
metida. El antes citado escrito de
Marvin Aguilar es uno de varios
artículos que arroja una rápida
búsqueda en Google al ingresar la
palabra Atlacatl. En periódicos digi-
tales, blogs u otras publicaciones
electrónicas se expresa el repudio
a la leyenda y se cita a menudo a
Lardé y Larín como la autoridad que
desenmascara la falsedad del héroe.
Estas nuevas formas de desafec-
ción no son expresiones políticas
explícitas como en su momento lo
fueron las de la generación compro-
metida. Tienen el tono de escepti-
cismo propio de las nuevas gene-
raciones ante los grandes dilemas
que enfrentan en este nuevo tiempo
histórico. Maniestan repudio hacia
narrativas de identidad nacional
vacuas, que delatan un trabajo
frívolo y manipulador de la memoria
histórica. Pero antes de recriminarles
ese pesimismo, deberíamos consi-
derar que quizás esa desafección
sea un síntoma saludable. De cierta
forma, revela un deseo de reen-
cuentro con un país más real que
el que nos hemos contado, con un
país que no acabamos de conocer
y mucho menos de comprender.
Es para esta tarea de conocernos y
comprendernos que se hace siempre
necesario el esfuerzo de tomarse
en serio el pasado, en sus hechos y
personajes históricos, como lo hizo
mi ilustre antecesor, pero también a
través de las formas de imaginarlo,
recordarlo y narrarlo que es la tarea
que nos compete a quienes practi-
camos la crítica cultural, como este
su servidor.
Muchas gracias.
Referencias
Acosta, V. (15 de junio de 1903). “La corte de Atlacat”. La Quincena, I, (6),
195.
Aguilar, M. (10 de septiembre de 2010). Atlacatl: otra mentira nacional”,
La Página.
Anderson, B. (1998). The spectre of comparisons: Nationalism, Southeast Asia
and the World. Verso.
Dalton, R. (1974). Las historias prohibidas del Pulgarcito. Siglo XXI Editores.
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Escalante Arce, P. y Carlos Cañas Dinarte (9 de mayo de 2001). “Fallece el
historiador Jorge Lardé y Larín”. El Diario de Hoy.
Lardé y Larín, J. (2000). El Salvador: Descubrimiento, conquista y colonización.
Dirección de Publicaciones e Impresos.
López Bernal, C. G. (2007). Tradiciones inventadas y discursos nacionalistas: el
imaginario nacional de la época liberal en El Salvador, 1876-1932. Editorial
e Imprenta Universitaria.
Ribeiro, D. (1977). Las Américas y la civilización: Proceso de formación y
causa del desarrollo desigual de los pueblos americanos. Extemporáneos.
Roque Baldovinos, R. (2016). El cielo de lo ideal: Literatura y modernización
en El Salvador (1860-1920). UCA Editores.
Notas
1. Discurso de ingreso a la Academia
Salvadoreña de la Lengua, 25 de mayo
de 2017.