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Revista Realidad 156, 2020
ISSN 1991-3516 – e-ISSN 2520-0526
RESEÑA
Distancia de rescate, de
Samanta Schweblin
Luis Alvarenga
Universidad Centroamericana
“José Simeón Cañas”, UCA
Aunque haya una distancia de por
medio, nunca es posible salir ileso de
una pesadilla. Esto es lo que vemos
en el modo en que se narra esta
historia, la historia de las víctimas de
una fuente de agua envenenada en
una zona rural. Esta historia se titula
Distancia de rescate -ya veremos qué
signica este término- y su autora es
Samanta Schweblin (Buenos Aires,
1978). Es una de las narradoras lati-
noamericanas contemporáneas más
interesantes, amén de su recono-
cimiento internacional -expresado,
por ejemplo, en el hecho de que
la novela que nos ocupa fue una
de las nalistas del Man Booker’s
Prize en 2017. Este es el premio que
en el Reino Unido se otorga a una
obra traducido al inglés. Kentukis,
la segunda novela de esta autora
nacida en Buenos Aires en 1978, fue
nalista en 2020.
Podríamos arriesgarnos a denir
Distancia de rescate como el relato
de la progresión del desastre, como
la inminencia de lo terrible. Su
ritmo narrativo se parece a la mecha
encendida de un explosivo. Amanda,
una mujer que llega con su esposo y
su hija Nina, a quedarse en una zona
rural, es testigo de la tragedia de su
amiga Amanda, cuyo hijo, David, ha
bebido las aguas de un riachuelo
envenenado. Amanda está recon-
struyendo los hechos en sus últimas
horas de vida, interrogada por la voz
de David.
La distancia de rescate
La expresión que da nombre al
relato que nos ocupa es “distancia
de rescate”. Aparece por vez primera
cuando Amanda recuerda una conv-
ersación en la que Carla se reprocha
por el envenenamiento de David:
“Me pregunto si podría ocurrirme
lo mismo que a Carla. Yo siempre
pienso en el peor de los casos. Ahora
mismo estoy calculando cuánto
tardaría en salir corriendo del coche
y llegar hasta Nina si ella corriera
de pronto hasta la pileta y se tirara.
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Lo llamo ‘distancia de rescate, así
llamo a esa distancia variable que
me separa de mi hija y me paso la
mitad del día calculándola, aunque
siempre arriesgo más de lo que
debería” (Schweblin, 2018, p. 22). Lo
variable de dicha distancia es lo que
hace que se convierta en una carga,
en una espada de Damocles que no
se sabe si caerá o no. La culpabilidad
envenena también a quienes cargan
con la distancia de rescate.
Hay, sin embargo, un sentido
tácito de la palabra distancia a lo
largo del relato. El diálogo en el
que se va desgranando la historia,
en el que Amanda reconstruye la
historia, hecho en la forma de un
interrogatorio por parte de David,
es posible mediante una distancia
que se tiende entre la narradora y lo
narrado, incluyendo acá el proceso
en el que se declaran, poco a poco,
los indicios de la muerte. Volveremos
más adelante sobre este punto.
Lo sobrenatural y lo monstruoso
Desde una perspectiva
panorámica, por decirlo de algún
modo, la metáfora suprema del relato
es el doble envenenamiento la tarde
fatídica en que arranca la narración.
El agua del riachuelo está envene-
nada. Por ella, muere el semental de
alquiler que usaba Omar, el marido
de Carla, para que fecundara sus
yeguas y vender las crías, atractivas
por ser descendientes de animales
de pura sangre (Schweblin, 2018, p.
21). Por ella, se envenena también
David, quien es un niño pequeño.
El doble envenenamiento es muy
elocuente en lo que toca a las rela-
ciones familiares. La presencia del
padre, Omar, es fantasmal, como lo es
también la del marido de Carla, cuyo
nombre desconocemos. Omar parece
apenas en momentos como éste, en
el que sus intereses, económicos en
este caso, se ven afectados:
“El padrillo tenía los párpados tan
hinchados que no se le veían los ojos.
Tenía los labios, los agujeros de la
nariz, toda la boca tan hinchada que
parecía otro animal, una monstruos-
idad. Apenas tenía fuerzas para
quejarse y Omar dijo que el corazón
le latía como una locomotora. Mandó
a llamar urgente al veterinario, vini-
eron algunos vecinos, todo el mundo
preocupado corriendo de acá para
allá (...)” (Schweblin, 2018, p. 21).
Esta angustia de Omar por el
caballo, se contrasta con la reacción
de Amanda, en ese mismo párrafo:
“(...) pero yo volví desesperada a
la casa, saqué a David que todavía
dormía en su cuna y me encerré
en el cuarto, en la cama con él en
brazos para rezar. Rezar como una
loca, rezar como nunca había rezado
en mi vida. Pensarás por qué no corrí
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a la guardia en lugar de encerrarme
en la habitación, pero a veces no hay
tiempo para conrmar el desastre.
Lo que sea que hubiera tomado el
caballo lo había tomado también
mi David, y si el caballo se estaba
muriendo no había chances para él”
(Schweblin, 2018, p. 21).
Hemos hablado del agua enven-
enada del riachuelo. “El agua es vida”,
dice más de algún eslogan. El ujo de
la vida está enrarecido por las obras
humanas. Pero, por otra parte, son las
obras humanas parte de lo que hace
posible dicho ujo. Envenenar el
ujo de la vida es una transgresión
del orden natural de las cosas. Esta
transgresión, de algún modo, debe
castigarse. Ello se engarza con la
noción de lo monstruoso, que abor-
daremos más adelante.
Con el episodio del doble enven-
enamiento, se desencadenan varios
elementos. Estos tienen como origen
la culpabilidad atribuida implícita-
mente a Carla:
-El recurso a lo divino y a la
magia, para evitar el desenlace fatal.
Esto tendrá un precio para los involu-
crados. Esto funda también la forma
precisa en que se narra la historia.
-La emergencia de lo monstruoso,
desde la consabida categoría de lo
monstruoso como amenaza moral,
pero también como el catalizador de
las revelaciones.
La desesperación de Carla la
lleva a buscar una solución que va
más allá de este mundo: seguirá el
consejo debe ir a visitar a “la mujer
de la casa verde”, quien no es bruja ni
adivina. Su poder es “leer” la energía
de la gente, con lo cual puede saber
si alguien está enfermo y en qué
parte del cuerpo está esa energía
negativa. Cura el dolor de cabeza,
las náuseas, las úlceras de la piel y
los vómitos con sangre. Si llegan a
tiempo, detiene los abortos espontá-
neos”, se arma (Schweblin, 2018, p.
23). La mujer de la casa verde sería
una encauzadora de las energías,
un canal o medio (literalmente, una
médium) para que estas energías
puedan uir mejor. El riachuelo y
las energías vitales: metáforas de lo
uido de la vida.
La sesión con la mujer de la
casa verde plantea una nueva situ-
ación, en la cual es posible frenar el
avance de los efectos de la intoxi-
cación, pero será necesario practicar
lo que aquí se llama una migración”
(Schweblin, 2018, p. 26), esto es
mudar a tiempo el espíritu de David
a otro cuerpo, con lo cual parte
de la intoxicación se iba con él”
(Schweblin, 2018, p. 26). Desde esta
lógica, al estar la intoxicación “divi-
dida en dos cuerpos había chances
de superarla. No era algo seguro,
pero a veces funcionaba” (Schweblin,
2018, pp. 26-27). Había que correr
el riesgo, razona Carla, pues era la
única manera que tenía de conservar
a David. La mujer me acercó un té,
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dijo que beberlo despacio me calm-
aría, que me ayudaría a tomar mi
decisión, pero yo me lo tomé en dos
tragos. No podía ni siquiera ordenar
lo que estaba escuchando. Mi cabeza
era una maraña de culpa y terror
y el cuerpo entero me temblaba”
(Schweblin, 2018, p. 27).
Así, David recupera la vida, pero
su alma está escindida. Escisión
del alma: ¿no es este, acaso, el
signicado literal de la palabra
esquizofrenia? David sigue siendo un
niño, en el nivel objetivo del relato,
pero aquella parte de su alma que,
creemos, está dentro de la madre y
que la interroga, es una voz adulta.
Su frialdad, su insistencia en que su
interlocutora narre con detallada
precisión cosas como el instante en
que empiezan a aparecer los gusanos
en su cuerpo, esa cruel voz adulta,
evoca de alguna forma a Regan
McNeil, la niña protagonista de El
exorcista, cuando oímos la ronca voz
de uno de los demonios que la posee
canalizarse por su boca infantil. No
es esta, sin embargo, una novela
sobre posesión demoníaca, sino
sobre el envenenamiento del alma
escindida de los protagonistas. La
culpabilidad divide el alma de Carla
y Amanda. Tienen miedo de verse
como las asesinas -por omisión, por
tardanza en surcar la distancia de
rescate- de sus descendientes.
Culpabilidad y esquizofrenia: esa
es condición de posibilidad de narrar
la propia muerte y de reconstruir el
hecho fundacional de la culpa ante
el fantasma-voz interior del hijo.
Con la migración”, David adquiere
otra característica, aparte de la
división de su alma: es un monstruo.
En el blog de Alberto Bustos encon-
tramos una explicación interesante
sobre la etimología del vocablo
monstruo, que puede ser útil para
continuar nuestro camino. Bustos
arma que:
La palabra monstruo viene del
latín monstrum a través de una
forma vulgar monstruum. Esta, a su
vez, se deriva del verbo monere,
que signica advertir’. Un monstruo
era un aviso, una advertencia que
enviaban al mundo las fuerzas
sobrenaturales. Originariamente, la
palabra se utilizaba para referirse a
un portento de la naturaleza, pero
muy especialmente a un ser deforme.
En la Antigüedad, cuando nacía un
niño o un animal con algún tipo de
malformación, se creía que eso era
un aviso: los dioses nos enviaban
estas criaturas como señal de que iba
a suceder algo terrible. Esta creencia
se mantuvo bien viva durante la
Edad Media y todavía en el inicio de
la Edad Moderna. (Bustos, A. 18 de
diciembre de 2014).
Luego Bustos añade esta cita
del Tesoro de la lengua castellana, de
Sebastián Cobarrubias, que nos viene
bien:
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MONSTRO, es cualquier parto
contra la regla y orden natural, como
nacer el hombre con dos cabeças,
quatro brazos, y quatro piernas;
como aconteció en el condado de
Urgel, en un lugar dicho Cerbera, el
año 1343, que nació un niño con dos
cabeças, y quatro pies. Los padres y
los demás que estavan presentes a
su nacimiento, pensando supersti-
ciosamente pronosticar algún gran
mal, y que con su muerte se evitaría
le enterraron vivo. Sus padres fueron
castigados como parricidas, y los
demás con ellos. (Bustos, A. 18 de
diciembre de 2014).
Lo monstruoso aparece desde el
temor que expresa Amanda sobre su
pequeña hija: “Estaba convencida de
que le faltaba un dedo (Schweblin,
2018, p. 16), hasta la procesión de
niños envenenados en un sanatorio
(Schweblin, 2018, pp. 107-108):
“Son chicos extraños. Son, no sé,
arde mucho. Chicos con deforma-
ciones. No tiene pestañas, ni cejas,
la piel es colorada, muy colorada, y
escamosa también. Solo unos pocos
son como vos.
¿Cómo soy yo, Amanda?
No sé, David, ¿más normal? Ya
cruza el último (Schweblin, 2018, p.
108).
Un aviso, una amonestación de
los dioses. La monstruosidad de
David, el dedo falsamente perdido de
Nina, la hija de Amanda, es el castigo
divino en virtud del cual la muerte
avanza por el cuerpo de la narra-
dora. Lo monstruoso también es lo
que abre la posibilidad de una revel-
ación. Como en la pieza dramática
Los reyes (Cortázar, 2001), en la que
Julio Cortázar nos deja ver que el
Minotauro no es el monstruo, sino
Teseo, el héroe. La monstruosidad
del héroe se expresa en su abomi-
nable normalidad: su ambición, su
deseo de gloria, que se contrastan
con la inocencia de Minotauro.
La monstruosidad sería, pues, la
advertencia divina de que el orden
natural de la realidad ha sido trans-
gredido. Esta ofensa es punible. El
único castigo válido es la muerte.
Hay anuncios de ello: desde la ya
mencionada mutilación imaginaria
del dedo y la procesión de los niños
anormales, pasando por el encuentro
con una niña que tiene una pierna
más corta que la otra (Schweblin,
2018, p. 43), hasta aquel pasaje en el
que se oye a Nina decir: “Soy David”
(Schweblin, 2018, p. 56 ), y, una de las
cosas más siniestras: el entierro del
pato y de otros animales por parte
de David (Schweblin, 2018, p. 71),
animales que mueren sin que éste
los toque, mientras Nina canta frené-
ticamente nos encanta, nos encanta,
nos encanta (Schweblin, 2018, p. 73).
Amanda y Carla intentan huir
de la maldición, pero están atadas.
No solo por los efectos progresivos
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del envenenamiento, en el caso
de Carla, sino por la “distancia de
rescate”, que, como ésta recuerda, le
viene transmitida por su madre. El
único personaje que tiene éxito en
la huida es el esposo de Carla, quien
logra tomar su automóvil. Al igual
que Omar es el hombre de éxito
xito igual al vocablo inglés exit:
el éxito como evasión), hasta que
la maldición -que de manera tácita
se le achaca a Carla, por haber sido
incapaz de recorrer oportunamente
la distancia de rescate y evitar el
envenenamiento de David- se lleva
consigo al padrillo. Por tanto, y ante
la imposibilidad de recuperar su
fuente de ingresos y el problema
de indemnizar al dueño del caballo,
huirá del pueblo: “Mi marido se sube
al coche furioso, mientras las dos
guras se alejan, regresan a la casa,
distantes, primero entra una, después
la otra, y la puerta se cierra desde
dentro Schweblin, 2018, p. 124).
Poco después, quedará atrapado
en un atasco de tráco. Su ausencia de
la tragedia familiar, que se contrasta
ostensiblemente con su remarcada
presencia en la pérdida del padrillo
-su tragedia personal- es también
digna de castigo. Este castigo es
la ceguera: la falta de empatía que
le impide darse cuenta de que no
puede esquivar la condena colectiva.
Hemos atestiguado esa ceguera a lo
largo de la novela. La ceguera se ve
acompañada de la invisibilidad: La
marcada ausencia de la gura del
padre durante buena parte del relato.
La ceguera se hace mayor a medida
que abandona el lugar maldito:
“No se detiene en el pueblo. No
mira hacia atrás. No ve los campos
de soja, los riachuelos entretejiendo
las tierras secas, los kilómetros de
campo abierto sin ganado, las villas
y las fábricas, llegando a la ciudad.
No repara en que el viaje de vuelta
se ha ido haciendo más y más lento.
Que hay demasiados coches, coches
y más coches cubriendo cada nerva-
dura de asfalto. Y que el tránsito está
estancado, paralizado desde hace
horas, humeando efervescente. No
ve lo importante: el hilo nalmente
suelto, como una mecha encendida
en algún lugar; la plaga inmóvil a
punto de irritarse” Schweblin, 2018,
p. 124).
La plaga inmóvil” es la latencia
del mal, que tarde o temprano
alcanzará al hombre que huye hacia
la ciudad, es decir, hacia la civili-
zación, a la certeza del lugar donde
no hay riachuelos mortíferos. Como
en la tragedia griega, el destino es
insoslayable. La transgresión de la
cual los monstruos son su evidencia,
tendrá que pagarse.
La obra de Schweblin cobra,
sin proponérselo, vigencia en este
contexto de pandemia. La explícita
inminencia de la muerte, su origen
-marcado por la culpa, real o atri-
buida, a una zona geográca, a un
país, a unos individuos- es como el
veneno que se esparce en el conjunto
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de relaciones humanas. Como en la
cción antes comentada, tendemos a
refugiarnos, tanto en los repartos de
culpabilidad, como en el recurso de
lo sobrenatural. Y si hay una falla, la
marca que deja el hecho de no haber
cumplido la distancia de rescate de
las vidas de quienes amamos se
extiende sobre nuestras existencias.
Referencias bibliográcas
Bustos, A. (18 de diciembre de 2014). Etimología de monstruo.
Recuperado de: https://blog.lengua-e.com/2014/etimologia-de-
monstruo/#:~:text=La%20palabra%20monstruo%20viene%20
del,%2C%20que%20signica%20’advertir’.
Cortázar, J. (2001). Los reyes. Madrid: Alfaguara.
Schweblin, S. (2018). Distancia de rescate. Barcelona: Random House.