Managua 38°, de Marta Leonor González 251
Revista Realidad 156, 2020
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ISSN 1991-3516 – e-ISSN 2520-0526
Como acabamos de ver, se trata
de un nal en donde junto a la tierra
y sus frutos, cogollos, mariposas,
tortugas, orugas, caracoles, musgo
y el vital maíz, orece también la
esperanza. Los hijos muertos son
ahora “habitantes inmunes” que se
camuan, fertilizan y polinizan todo
a su paso, volviéndose parte de
los elementos, tornándose un solo
todo con la creación. La descripción
de cierre plasma la fuerza regen-
erativa de la naturaleza, en donde
todos los elementos, salvo el fuego,
están presentes en la escena nal.
El fuego ha sido el desencadenador
de la hecatombe, pero ahora que los
cuerpos “están en el aire”, será el aire
quien se encargue de esparcir sus
cenizas sobre la tierra. Porque es allí,
en la tierra, a través de esa conjun-
ción de imágenes acuosas, vegetales
y zoomorfas de este último Poema
XXXVIII que se logra la alquimia y
se anuncia el nacimiento de “otros
lagos”. Esto no debe sorprendernos
puesto que la imagen de la comu-
nión de los cuerpos con la naturaleza
ya había sido anunciada premonito-
riamente en el Poema IX en donde,
por boca del personaje de la Tierra,
se les recuerda a los humanos
que “como lluvia hemos nacido
para regar los campos”. He aquí el
resurgir de cuerpos que engendran
otra Managua, cuya identidad ligada
al fuego, las cenizas y lo líquido ya
había sido enunciada.
El recorrido de la mano de Laura,
sobreviviente en fuga del cataclismo,
atraviesa una ciudad encenizada
para luego cerrar el poemario con la
imagen opuesta a la de su inicio. En
“el día que es carbón y ceniza” (Poema
X), cuando el humo “colorea el cielo
con su hollín” (Poema IX) y “la ceniza
se cuela por la ventana / [e] incendia
el anhelo” (Poema IV) e “[…] incendia
el empeño” (Poema X); cuando esté el
“[…] color de ceniza en los labios y la
lengua” (Poema XXVIII) de los niños
muertos y a toda Managua, con sus
cuerpos, “polvo, [muerte] y ceniza la
cubren” (Poemas I y XXIV), cuando
todos se pregunten “dónde acudimos
por agua” (Poema X), en ese momento
el agua será respuesta y refugio,
según el Poema XXVI: “agua que es
brújula”, guía direccional en el caos
de los derrumbes, agua en la que
“reposan los perseguidos”, agua que
“los muertos beben del lago y asisten
a su último bautizo”. Y como augurio
de un cambio, en el penúltimo poema,
surgirá un “sueño misterioso donde
las aguas del lago se despeinan/ con
su propia danza” (Poema XXXVII) y en
ese momento volverá el origen del
nombre náhuatl, murmurado en “las
profundas aguas del lago Xototlán”
a cobrar el sentido de ciudad “junto
al agua o lugar rodeado de aguas”,
como nos lo recordara la voz poética
del Poema XXVI. Y aquí la clave nos
la dará el Poema IX, interesante pieza
dialogada en el que se interpelan
dos mujeres (Teresa e Isabel) y la
gura antropomórca de la Tierra,
cuya consigna es clara: “besemos
entonces las piedras, los árboles,/
abracemos el aire, cantémosle al