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Estudios Centroamericanos
El concepto de inseguridad ciudadana como hecho social subjetivo
Vol. 77, núm. 768, año 2022, pp. 33-56
ISSN 2788-9580 (en línea) ISSN 0014-1445 (impreso)
El concepto de inseguridad
ciudadana como hecho
social subjetivo
1
The concept of citizen insecurity as a
subjective social fact
DOI: https://doi.org/10.51378/eca.v77i768.6663
Carlos Iván Orellana
2
Palabras clave:
inseguridad ciudadana, violencia,
miedo al delito, teoría de las actitudes,
ideología, epistemología, El Salvador.
Keywords:
Citizen insecurity, violence, fear
of crime, attitudes theory, ideology,
epistemology, El Salvador.
Recibido: 10 de octubre de 2021
Aceptado: 5 de enero de 2022
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4936-867X
1 Algunas ideas preliminares de este escrito fueron presentadas en el III Foro de la Red de Conocimiento sobre
Seguridad Ciudadana (CONOSE), titulado “Violencia, convivencia y desarrollo: avances y desafíos para la
investigación y formulación de política sobre seguridad”, celebrado en Panamá en junio de 2018.
2 Doctor en Ciencias Sociales. Codirector del Doctorado y la Maestría en Ciencias Sociales UCA/UDB. Universi-
dad Don Bosco. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4936-867X. Correo electrónico: ivan.orellana@udb.edu.sv
Resumen
El escrito problematiza el concepto de
inseguridad ciudadana como hecho social
subjetivo desde El Salvador, sin perder de
vista el contexto latinoamericano. La aper-
tura social y la exacerbación de la violencia
criminal de posguerra de los noventa habrían
fortalecido discursos peculiares y la investiga-
ción por encuestas, hasta institucionalizar la
categoría de inseguridad ciudadana. Existirían
cinco fallas epistemológicas debido al vacío
teórico-reflexivo del concepto: tecnocratismo,
ineficacia categorial, una ontología solipsista,
animismo criminal y ceguera heteronorma-
tiva. Con base en la teoría de las actitudes, se
proponen algunas alternativas para subsanar
las carencias epistemológicas apuntadas. Se
propone e ilustra empíricamente un concepto
de inseguridad ciudadana compuesto por
tres dimensiones: riesgo percibido, miedo al
delito y acciones precautorias. El manuscrito
concluye resaltando implicaciones teóricas,
prácticas e ideológicas de esta forma de
comprender la inseguridad ciudadana.
Abstract
The paper problematizes the concept of
Citizen Insecurity as a subjective social fact
from El Salvador without losing sight of the
Latin American context. The social openness
and the exacerbation of post-war criminal
violence in the 90s would have strengthening
peculiar speeches and survey research, up
to the institutionalization of the category of
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Citizen Insecurity. There would be five epis-
temological flaws due to the theoretical-re-
flexive vacuum of the concept: tecnocratism,
categorical inefficiency, a solipsistic ontology,
criminal animism and heteronormative
blindness. Relying on the Attitude Theory
Approach, some alternatives are proposed to
correct the epistemological deficiencies stated.
A concept of citizen insecurity is proposed
and empirically illustrated that has three
dimensions: perceived risk, fear of crime, and
precautionary actions. The paper concludes by
highlighting theoretical, practical, and ideolo-
gical implications of this way of understanding
citizen insecurity.
Introducción
La gran magnitud como la tendencia al
alza de la violencia contemporánea en El
Salvador durante la última década han sido
mundialmente reconocidas (UNODC, 2014;
World Bank, 2011). Rota la “tregua” entre
el gobierno de turno y las pandillas a finales
de 2014, la violencia se desató en 2015
y alcanzó altas tasas de homicidio a nivel
nacional (103/100,000 habitantes) y aún
mayores en el caso del homicidio de hombres
(199.6/100,000 habitantes) (FUNDAUNGO,
2019). No en vano el periódico
USA Today
denominó a El Salvador como “la nueva
capital mundial del asesinato” (Gómez, 2016).
El incremento de muertes violentas entre
2014 y 2015 alcanzó el 70 %, el más rápido
registrado en cualquier país en los últimos
veinte años (Gómez, 2016; IEP, 2015). En
2016, El Salvador, Venezuela y Honduras
se encontraban entre los cinco países más
violentos del sur global, de acuerdo con sus
tasas de muertes violentas (Siria y Afganistán
completaban la lista). Estos tres países osten-
taban durante este período tasas de homi-
cidio que multiplicaban casi diez veces la
tasa mundial vigente (7.5/100,000 personas)
debido a la diseminación del crimen y a
añejas condiciones socioeconómicas volátiles
(Mc Evoy & Hideg, 2017).
Cabe resaltar que El Salvador no se
encuentra en guerra y que otras expresiones
criminales también son epidémicas (extorsión,
amenazas, etc.) como correlatos de la vorá-
gine criminógena que conllevan unas tasas
de homicidio tan altas (Cristosal
et al.
, 2019;
Infosegura, 2021; IUDOP, 2014). No obstante,
desde entonces, diversas manifestaciones
criminales como los homicidios han experi-
mentado ostensibles disminuciones, al grado
que en la actualidad la tasa actual ronda
las 20 muertes por cada 100,000 habitantes
(FESPAD, 2021).
Tal tendencia a la baja, sin embargo,
parece responder a una mezcla de factores. El
decremento mundial generalizado del crimen
en 2020 provocado por las medidas de
confinamiento debidas a la pandemia (Stickle
& Felson, 2020) y, localmente, a posibles
mejoras en la efectividad institucional, pero
también a otros factores conocidos como los
problemas de subregistro, la llamada “cifra
oscura” de la delincuencia o debido a la revi-
talizada práctica de desaparición de cuerpos.
De hecho, ante la persistente violencia contra
la mujer, las desapariciones, las extorsiones y
la migración irregular, así como anomalías en
la aplicación y la transparencia de los planes
gubernamentales, se mantiene viva la posibi-
lidad de la vigencia de un nuevo pacto con las
pandillas (Cristosal
et al
., 2019; ICG, 2020;
Martínez
et al
., 2021).
Este estado de cosas coloca sobre la mesa
la necesidad de repensar las manifestaciones
objetivas actuales de la violencia criminal.
Pero también la experiencia de inseguridad
asociada a esta, ya que este ha sido uno de
los principales fenómenos damnificados en la
discusión actual, a pesar de que pocos años
atrás los altos niveles de inseguridad consti-
tuían una de las principales preocupaciones
de sociedades como la salvadoreña (Cohen
et al.
, 2017). La inseguridad subjetiva nunca
fue objeto de reflexiones teóricas relevantes
en el país, pero al menos constituía un tema
de conversación consuetudinaria y académica
más frecuente. En la actualidad, poco se habla
de esta dimensión de la inseguridad ciuda-
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dana. Probablemente esto responde a factores
como el manejo conveniente del discurso polí-
tico, la pérdida de resonancia social del tema
ante la disminución objetiva de la violencia
criminal, a que se ha convertido en un dato
marginal en encuestas de ocasión y como
tema de interés mediático y académico. Por
supuesto, también hay que sumar el agluti-
namiento de las preocupaciones nacionales
alrededor de la pandemia y sus efectos.
El impacto social de la violencia en un
contexto particular puede ser confirmado
a partir de sus constantes víctimas, pero
también se revela considerando a quienes
han esquivado la estadística y sobreviven
bajo condiciones límites de existencia.
Con independencia de sus oscilaciones, la
violencia propia del país (y de buena parte
de Latinoamérica) constituye una realidad
totalizante debido a sus cualidades excesivas
y predatorias. La violencia en El Salvador
avasalla recursos personales y comunitarios,
quiebra biografías y moldea hábitos sociales,
la cordura colectiva, mandatos y prácticas
institucionales. Una sociedad así consolida
el miedo como un aspecto infraestructural
sociopsicológico (Orellana, 2016) y, en suma,
instituye vida social —precaria, amenazante,
insensible— a través de la convivencia con el
crimen y la muerte violenta.
Estas reflexiones no tratan sobre las mani-
festaciones objetivas de la violencia y la crimi-
nalidad, de sus expresiones o sus víctimas.
Trata de ese concepto que pretende recoger
una parte importante de la experiencia de
los sobrevivientes que atestiguan la muerte
o la victimización de otros mientras, atemo-
rizados, especulan si serán los próximos.
Interesa problematizar, es decir, cuestionar
conocimientos y presupuestos conocidos para
propiciar nuevas preguntas y vías de inves-
tigación (Alvesson & Sandberg, 2011), esa
categoría tan reconocible en El Salvador y en
Latinoamérica que constituye la
inseguridad
ciudadana
en tanto que hecho social subjetivo.
Sería largo establecer una disquisición
apropiada sobre el binomio objetividad/
subjetividad. Baste, para efectos de avanzar
la discusión, hacer dos comentarios: 1) en la
literatura sobre inseguridad, conceptualmente,
la inseguridad ciudadana suele dividirse en
objetiva (
e. g.
, homicidios, agresiones) y
subjetiva (
e. g.
, percepciones, valoraciones,
opiniones); 2) esta división es bastante simple
y comprensible, por lo que su utilización suele
evadir explicaciones subsecuentes y lo mismo
se podría hacer en este escrito. Sin embargo,
cabe agregar algunas ideas. Comprender la
inseguridad ciudadana como un hecho social
subjetivo implica considerar la inseguridad
como una “cosa”, a la usanza durkhei-
miana de los hechos sociales (Durkheim,
1895/2005). Significa que la inseguridad en
este sentido cuenta con existencia colectiva
(en tanto que circunstancia previa, pero
también en cuanto experiencia luego asumida,
compartida y corroborable por otros), genera
consecuencias objetivas (tangibles, verifica-
bles) y se reproduce y perpetúa por procesos
reconocidos de construcción social de lo real
(ver Berger & Luckman, 1976). Lo subjetivo
de la inseguridad, pues, no indica aquí un
miedo esencializado, confinado en la cabeza
del individuo y abstraído de su contexto y de
los otros. Se refiere a la ejecución —a través
de juicios, verbalizaciones o acciones— de
un sentido concreto fruto de la dialéctica
histórica en la que se inscribe el individuo y
su situación en una estructura social dada.
Por lo apuntado, es posible afirmar entonces
que los hechos sociales subjetivos (
e. g.
, afini-
dades políticas, prejuicios, creencias) cobran
existencia y generan consecuencias objetivas.
La inseguridad ciudadana, entonces, existe (es
medible, objeto de conversación, se comparte,
etc.) y conlleva efectos concretos (
e. g.
, prote-
gerse, estigmatizar ciertos grupos sociales,
condiciona apoyos políticos).
La argumentación que sigue se estructura
en cinco partes. Primero, se sostiene que la
inseguridad es el fruto del acoplamiento de
distintas circunstancias históricas y ciertas
representaciones y racionalidades académicas,
entre las que destacan el uso de investigación
por encuestas. Segundo, que la creación y el
uso mecánico y ateórico de la categoría de
inseguridad ciudadana arrastra importantes
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fallas o distorsiones epistemológicas. La
tercera sección del artículo propone que la
consideración del constructo clásico de psico-
logía social de las actitudes subsana varios
de los problemas identificados. A manera de
ilustración, como cuarto punto, se expone
evidencia empírica a partir de datos de una
encuesta que ilustran y respaldan la propuesta
conceptual y empírica para comprender la
inseguridad ciudadana como una actitud.
Unas reflexiones finales cierran el escrito.
1. El surgimiento de la inseguridad
ciudadana
El miedo asociado a la violencia ha sido
un vertebrador histórico básico de la vida
social de El Salvador. Los actuales rictus de
temor en los rostros de la gente reiteran ecos
pasados: el terror despótico del período colo-
nial (Gutiérrez, 2007); el miedo a la represión
clasista y anticomunista del primer tercio del
siglo XX, que alimentaría después el apogeo
de gobiernos militares (Lindo
et al
., 2010); la
incertidumbre vital durante la guerra de los
ochenta propiciada por los enfrentamientos
bélicos y por el accionar subterráneo de
escuadrones de la muerte (Martín-Baró,
1992), y la inseguridad generalizada desde
el fin de la guerra ante la proliferación del
crimen, el accionar pandilleril y la muerte
violenta (Walter, 2018). En otras palabras,
el miedo, en cuanto que emoción humana
básica, cobra existencia como realidad colec-
tiva compleja gracias la influencia de artificios
sociales situados, dinámicos y totalizantes (
e.
g.
, el ejercicio arbitrario de la autoridad colo-
nial, el sometimiento vital al control territorial
pandilleril), cuya emergencia se produce en
el marco de determinadas circunstancias
históricas.
El miedo derivado de la violencia que
resulta relevante en El Salvador actual será
reconocido de forma “oficial” como insegu-
ridad ciudadana en el escenario propicio de la
posguerra, después de 1992, cuando se firma
el cese al fuego y se avanza hacia la conso-
lidación de la democracia. Es en el marco
del proceso de democratización iniciado en
los años noventa que la inseguridad ciuda-
dana emerge como categoría funcional y
reconocible al calor de las circunstancias de
entonces. La violencia, el crimen y sus efectos
subjetivos reclamarán herramientas nominales
y representacionales que les den sentido, espe-
cialmente ante la imposibilidad de la sociedad
de mantener el paso de los cambios sociales,
económicos y políticos que están teniendo
lugar.
Según Lee (2007, p. 8), el miedo (al
delito) constituye una “invención” que
puede ser interpretada como el “producto
de un ensamblaje social, cultural e histórico
contingente de racionalidad gubernamental y
política, y regímenes de verdad configurados
a través de conocimiento científico social
y poder”. La inseguridad en una sociedad
violenta surge del progresivo acoplamiento
de circunstancias peculiares, racionalidades
socioeconómicas y sociopolíticas subyacentes,
la renovación constante de actores sociales,
prácticas burocráticas y hasta consensos
académicos provisionales que certifican la
existencia de un fenómeno que, por su parte,
cuenta con una existencia contundente. Las
formas en que se terminan nombrando y
comprendiendo los miedos colectivos debe-
rían su existencia y sedimentación cultural
última a lo que Giddens (2008) denomina
hermenéuticas sociales múltiples.
Con este trasfondo de sentido, cabe iden-
tificar cuatro factores que habrían propiciado
en El Salvador de los noventa el surgimiento
e institucionalización de la inseguridad ciuda-
dana como categoría para aludir a la expe-
riencia de temor provocado por la violencia
criminal:
1)
La sociedad abierta.
La transición y
luego el proceso de consolidación demo-
crática propició la circulación de contenidos
y la proliferación de canales de comunica-
ción en un marco de mayor pluralidad, sin
censura y mientras nuevas reglas de juego
político-institucional se encuentran —no sin
dificultades y resistencias— echando raíces
(Artiga-González, 2015; González
et al.
,
2008). Pero es una apertura sociopolítica y
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socioeconómica, ya que desde 1989 inicia la
implementación de un nuevo modelo econó-
mico neoliberal. El nuevo modelo, como parte
del ímpetu globalizador en el que se inscribe,
entre otras cosas, trajo consigo la privatización
y la sofisticación de las telecomunicaciones.
Gradualmente, los intercambios cotidianos
mutaron en cantidad y calidad, internet entró
en escena, se adquirieron teléfonos móviles
de forma masiva, así como la exposición
irrestricta a contenidos e información nacional
e internacional.
Desde entonces y gracias a esta revo-
lución comunicacional, las experiencias y
las representaciones personales que antes
quedaban confinadas al espacio privado se
ven diseminadas, expuestas y compartidas de
manera pública y rápida, incluyendo aquellas
vinculadas al crimen, la victimización y sus
temores aparejados. Son tiempos de peligros
visibilizados (Beck, 2006), con las torres
gemelas cayendo una y otra vez en cada
televisor del planeta, o la captura espectacu-
larizada de “el Directo”, el primer pandillero
mediático del país, en cada televisor del país
(Valencia, 2018). Según Mattelart (2009),
todo incremento en la seguridad conlleva una
ampliación tecnológica.
2)
La peculiaridad de la violencia poscon-
flicto.
La violencia que sobreviene después de
la guerra puede caracterizarse como despo-
litizada, difusa, ubicua, altamente virulenta,
se “siente” peor que la de la guerra, es ejer-
cida por una gama plural de actores sociales
(desde personas comunes hasta estructuras de
crimen organizado y desorganizado), adquiere
un carácter profesionalizante, empoderadora o
emprendedora y, por lo dicho, resulta taxonó-
micamente escurridiza (Cruz, 1997; FESPAD,
2021; IUDOP, 2014; Moodie, 2017; Orellana
y Santacruz, en prensa; Pérez-Sáinz
et al.
,
2019). En estas circunstancias, la exacerba-
ción del miedo ciudadano y su capacidad
para condicionar el dinamismo social son
esperables. La relación entre violencia criminal
y miedo desde este momento sugiere que
estamos ante lo que Vozmediano
et al.
(2008)
denominan “miedo realista”, es decir, aquel
que se manifiesta y percibe concomitante a un
contexto objetivamente plagado de violencia
criminal.
3)
La influencia de organismos internacio-
nales y la institucionalización de un lenguaje
para nombrar el miedo.
Distintas instituciones
internacionales (
e. g.
, Naciones Unidas,
Freedom House), desde la década de los
noventa, jugaron y juegan un papel crucial
en el establecimiento de un lenguaje reco-
nocible para referirse a los temores sociales.
Asimismo, monitorean aspectos como el
desarrollo humano o la salud de la demo-
cracia. A ellas habría que sumar el trabajo
de universidades, institutos de investigación
y
think tanks
como signos inequívocos de la
existencia y enraizamiento de la “sociedad
abierta” aludida. Todas estas entidades tienen
en común la producción de conocimiento (
e.
g.
, informes, comunicados), recomendaciones
y agendas que definen problemas y preocu-
paciones colectivas mientras promueven el
uso de narrativas y categorías específicas para
nombrar la realidad.
La categoría de “seguridad ciudadana”
—y luego su reverso negativo, la inseguridad
ciudadana— parece constituir un producto
funcional derivado de los procesos de demo-
cratización en Latinoamérica. Las transiciones
desde regímenes autoritarios, la quiebra de
estados de bienestar (donde los había) y las
transformaciones socioeconómicas conso-
nantes con el neoliberalismo fueron procesos
que se vieron acompañados por el incre-
mento del crimen. La seguridad ciudadana
como concepto difiere de las viejas nociones
asociadas a la seguridad del Estado, pues,
más bien, se concentra en la gente común y
su protección contra el crimen como derecho
humano (CIDH, 2009; Pegoraro, 2000).
El sentido de la categoría se ve permeada
por el lenguaje politológico y la coyuntura
politizada del momento, donde el “ciuda-
dano” destaca como actor social protagónico
de las incipientes democracias en las que
prolifera el crimen en sus urbes de forma
consuetudinaria.
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La inseguridad ciudadana constituye una
categoría amplia. Connota diversos tipos de
temores, así como diversos aspectos que en
las investigaciones actuales sobre victimización
e inseguridad se dan por descontados como
indicadores de la existencia del fenómeno
(
e. g.
, deseo de adquirir un arma de fuego,
confianza en instituciones de seguridad). Es
inevitable encontrar un eco seminal, nominal
y programático de la categoría en el cono-
cido
Informe sobre desarrollo humano
del
Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD) de los noventa, enfocado
en la “seguridad humana” (PNUD, 1994)
en el que, quince años después (PNUD,
2009), debido al agravamiento del crimen en
Centroamérica, se afirmaría, precisamente,
que la seguridad ciudadana constituía la
expresión principal de la seguridad humana.
Como contraparte, llama la atención, aunque
no extraña, la irrelevancia general que ha
tenido en la reflexión académica local y
regional la categoría criminológica clásica más
circunscrita de miedo al delito o
fear of crime
(Boers, 2003; Ruiz Chasco, 2020; Vozmediano
et al
., 2008).
4)
Las encuestas sobre las vicisitudes
cotidianas de las personas.
La investigación
por encuestas aparece en el país durante los
ochenta con la aspiración expresa de consti-
tuir un espejo en el cual la sociedad pudiera
ver reflejada sus propias inquietudes, sin
distorsiones ideológicas o manipulaciones
oficiales (Martín-Baró, 1985/1998). Después
del decenio de 1990-1999, las preocupaciones
recogidas en las encuestas se centran en temas
de coyuntura (
e. g.
, cultura política, dolariza-
ción), lo que incluye la inseguridad y la victi-
mización. Al trabajo pionero del IUDOP de
la UCA, iniciado en 1986, se unirían después
y hasta ahora otras instituciones nacionales
e internacionales (
e. g.
, Latinobarómetro,
LAPOP).
Las encuestas fungen como herramientas
de registro de temores ciudadanos con la
capacidad de generar resonancia social y
política. Pero las encuestas no crean el miedo.
Contribuyen a etiquetarlo, medirlo, produ-
cirlo y perfilarlo como objeto de reflexión o
conversación, como tema científico y como
un producto cultural legitimado (Lee, 2007).
Las encuestas favorecerían la “tipificación
recíproca”, las interacciones pautadas que,
por habituación, luego contribuyen a la insti-
tucionalización (Berger & Luckman, 1976, p.
74), tanto de las formas de medir y nombrar
la inseguridad, como de ciertos aspectos de
la experiencia misma (
e. g.
, su percepción de
empeoramiento o mejoría). La proliferación
de encuestas gradualmente consolidará una
demanda colectiva, así como una cultura
técnica de aplicación y de familiarización
social. Ciertas preguntas y categorías se
normalizan: después de todo, quien puede
medir el fenómeno también lo define y quien
lo define contribuye a “crearlo” y a recrearlo.
Así, a su vez, se imprimen más revoluciones al
proceso hermenéutico múltiple antes mencio-
nado, con el trasfondo de un contexto en el
que objetivamente campean la violencia y el
crimen.
2. Implicacionesdelvacíoteóricodel
concepto de inseguridad ciudadana
Las encuestas de opinión mostraron
rápidamente que la sociedad experimentaba
inseguridad debido a la violencia y al crimen.
De hecho, se puede decir que la inseguridad
ciudadana ha sido un huésped indeseable
en la vida de los salvadoreños en los últimos
treinta años. Por ejemplo, al inicio de los
noventa, la “Encuesta exploratoria sobre
delincuencia urbana” (IUDOP, 1993) ya
identificaba que siete de cada diez personas
expresaban que la inseguridad constituía el
segundo de los principales problemas del país
(detrás de los problemas económicos), que en
el vecindario existía una zona peligrosa debido
a la ocurrencia de asaltos y que se temían por
el robo de la casa si se dejaba sola.
Hoy cualquier encuesta confirma la
presencia de la inseguridad ciudadana a través
de distintos indicadores, aun con la disminu-
ción actual que experimentan los niveles de
violencia criminal. En el fatídico año de 2015,
el informe del Latinobarómetro reportó que
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El Salvador era, junto con Venezuela, el país
de América Latina donde se experimentaba
una sensación de inseguridad “total”, pues
el 83 % de habitantes expresaban que vivir
en el país era cada vez más inseguro. Ese
mismo año, el 84 % de salvadoreños percibía
la criminalidad como el principal problema
del país (IUDOP, 2016). Para finales de 2020,
según el IUDOP (2021), aunque la pandemia
se posiciona como el problema principal
neto” para el 18. 1 % de los salvadoreños, la
agregación de aspectos vinculados a la inse-
guridad (delincuencia/inseguridad, violencia y
pandillas) revela que, en realidad, este fenó-
meno sigue ahí, liderando las preocupaciones
nacionales (19.4 %) (ver también Infosegura,
2021). La inseguridad constituye una
experiencia cotidiana compartida —nunca
homogénea atendiendo a la circunstancia
sociomaterial de cada uno— que en nuestros
países suele verificarse por medio de cifras (
e.
g.
, porcentajes de victimización o “preocupa-
ción”, tasas de homicidio).
Pero, cabe preguntarse, ¿por qué se
producen tantas cifras sobre el crimen y la
violencia? Una posible explicación es que en
nuestra cultura los números llevan adheridos
un halo de “oficialidad”, prestigio y contun-
dencia que suele clausurar la discusión.
Orellana (2015, 2017) sostiene la existencia
de una compulsión contabilizadora de la
violencia y de un “muertómetro” en la dura
realidad salvadoreña. La primera constituiría
el alimento del segundo y sería además un
obstáculo para la comprensión de la violencia
porque tiende a sustituir la reflexión teórica
por el recuento interminable de sus expre-
siones. Tal esfuerzo social habría constituido
un dispositivo —el muertómetro— en el
sentido foucaultiano de herramienta estra-
tégica coyuntural para administrar una crisis
(la violencia y el crimen). Este dispositivo,
a través de la constante gestión contable
de la muerte violenta y sus temores apare-
jados, cumpliría diversas funciones sociales
(Orellana, 2017): confirma la existencia de la
violencia, genera regímenes de acción y cono-
cimiento (comparaciones oficiales,
rankings
,
evitación de lugares, niveles de inseguridad,
etc.) y construye víctimas y victimarios, entre
otras cosas. Contar muertos como contar la
inseguridad ofrece una ilusión provisional de
control y de conocimiento sobre circunstancias
objetivamente incontrolables.
Sin embargo, con bastante frecuencia
la inseguridad ciudadana se nombra y se
mide ajena a reflexiones teóricas que doten
de contenido teórico-explicativo a las cifras
que incesantemente produce su medición. Al
menos cinco serían las distorsiones o fallos
epistémicos que se identifican en el empleo
de la categoría y de la medición usual de la
inseguridad ciudadana como hecho social
subjetivo.
1)
Tecnocratismo.
La investigación por
encuestas constituye la metodología clásica
para el estudio del miedo asociado al crimen
(Boers, 2003; Dittmann, 2008; Lee, 2007;
Ruiz Chasco, 2020). Aquí no es objeto de
crítica la raigambre positivista de las encuestas
o la investigación por encuestas
per se
. Todos
los paradigmas y las herramientas de inves-
tigación son objeto de debate. Presentan
virtudes y defectos, alcances y limitaciones
que, respectivamente, tocan saber aprove-
char o sortear a quien investiga. La encuesta,
en tanto que metodología de investigación
(la llamada
survey research
) o como instru-
mento de medición concreto (cuestionario),
constituye un medio y no un fin, al inscribirse
en procesos de reflexión e investigación más
amplios sobre fenómenos sociales complejos.
La falla que aquí se señala consiste, pues,
en la inercia o la automatización para estudiar
el fenómeno a través del empleo usual de
una misma herramienta. Antes se habló de la
implementación de “las encuestas sobre las
vicisitudes cotidianas de las personas” y algo
se dijo sobre su evolución y estabilización
como práctica indagatoria en el país. Cabe
reafirmar que estamos ante un verdadero
habitus
investigativo nacional, muy meritorio,
considerando la exigua producción acadé-
mica del país. No obstante, su uso mecánico
fortalece una práctica tecnocrática, bajo el
supuesto de que el uso de instrumentos, la
rutinaria aplicación de ciertos procedimientos
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estadísticos (las más de las veces descriptivos)
y la subsecuente producción de números
bastan como empresa científica para capturar
el fenómeno de interés (la inseguridad ciuda-
dana, en este caso).
Por eso no es extraño que en nuestro
contexto las encuestas de opinión o las de
victimización e inseguridad se traduzcan en
meros informes de frecuencias, carezcan de
escalas de medición de constructos especí-
ficos, que rebosen de indicadores medidos
que no se sabe para qué fueron incluidos
y que no se vaya más allá de “capturar la
opinión del momento”, hasta que aparece
la próxima pesquisa que mandará al olvido
la anterior. De esta forma, sus fundamentos
teóricos, si acaso existen, se desconocen y el
potencial teórico e inferencial se pierde en un
mar descriptivo de números. El tecnocratismo
también incluiría la práctica nacional, tan
antiacadémica como antidemocrática de las
casas encuestadoras, de no promover el libre
acceso a las bases de datos, como sí lo hacen
otras reconocidas internacionalmente (e. g.,
Latinobarómetro).
Tanto este mecanicismo tecnocrático y el
halo de prestigio del número que antes fue
mencionado también alimentarían la escasa
producción de estudios sobre inseguridad
a través de vías metodológicas alternas. El
estudio de la inseguridad ciudadana como
realidad subjetiva en nuestro medio se vería
enriquecido con aproximaciones creativas,
multimétodo o, considerando, por ejemplo, el
abanico de posibilidades que ofrece la meto-
dología cualitativa (Castillo Oropeza & García
Morales, 2021; Creswell & Poth, 2018; Juniu
& Salazar Salas, 2020; Lunecke, 2016).
2)
Ineficacia categorial.
Si el tecnocratismo
conlleva inercia en el uso de la herramienta,
esta segunda falla epistémica retrata la
“inmadurez” conceptual asociada a aquella.
Es decir, la ambigüedad y la simplificación
que acarrea la categoría de inseguridad
ciudadana. Tiene dos expresiones: la primera
podría denominarse
imprecisión nominalista.
Esta se manifiesta entre la usual ausencia de
bases conceptuales propias de las encuestas
hasta la introducción de indicadores múltiples
y dispersos. También supone la engorrosa
necesidad de introducir algún preámbulo para
explicar que existen diferentes inseguridades,
además de la ciudadana, o que la rimbom-
bante categoría termine siendo en la práctica
un simple sinónimo de percepción de insegu-
ridad (
e. g.
, PNUD, 2009).
En trabajos disponibles, es posible encon-
trar mutaciones terminológicas a lo largo del
escrito de turno (
e. g.
: inseguridad = percep-
ción, sentimiento, sensación, afrontamiento;
ciudadana = urbana, personal, social) o tras-
lapes con nociones de precarización u otros
tipos de temores más amplios (Rottenbacher
de Rojas
et al.
, 2009; Jackson, 2004; Narváez
Mora, 2015; Oviedo, 2002; Pegoraro, 2000).
Aunque las dificultades para definir el miedo
asociado a la violencia y la criminalidad son
reconocidas (Dittmann, 2008; Hollway &
Jefferson, 1997; Vozmediano
et al.
, 2008),
la categoría de inseguridad ciudadana al uso,
en la práctica, exacerba estas imprecisiones y
la tendencia hacia la proliferación del ruido
terminológico.
La segunda expresión de ineficacia cate-
gorial puede ser denominada como
unidi-
mensionalidad racionalista
y se concreta en
una sobresimplificación empírica. El disenso
o vacío teórico, la operacionalización idio-
sincrática del concepto de inseguridad y los
numerosos indicadores empleados conducen
a que las encuestas nacionales y regionales (
e.
g.
, Cohen
et al.
, 2017) terminen recurriendo y
reduciendo todo a variantes de una pregunta
única. Es decir, un criterio pragmático antes
que técnico o teórico. Dicha interrogante,
con su respectiva consigna, en su formula-
ción acostumbrada (ver Cruz & Santacruz,
2005; IUDOP, 2016, 2021; PNUD, 2009) reza
como sigue: “Hablando del lugar o barrio
donde vive y pensando en la posibilidad de
ser víctima de un hecho delincuencial/ser
víctima de un asalto o robo, ¿se siente usted
muy seguro, algo seguro, algo inseguro o muy
inseguro?”. Una medición reciente de este
indicador reportó que el 65.3 % de los salva-
doreños manifestó sentirse algo o muy seguro
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y el restante 34.7 % algo o muy inseguro
(IUDOP, 2021).
Las preguntas únicas encuentran críticas
de larga data (Garofalo, 1979). Al menos
aquí ameritan un comentario sobre la validez,
por aquello que tales preguntas dicen medir.
En el medio salvadoreño, se asume que la
pregunta única aludida mide —por sí sola—
la “percepción de inseguridad”. Con mayor
precisión, estas interrogantes únicas miden el
riesgo percibido, la estimación de la proba-
bilidad o el cálculo del riesgo del individuo
que responde, es decir, una aproximación
esencialmente cognitiva (Narváez Mora,
2009; Vozmediano
et al.
, 2008; Wilcox &
Land, 1996). Una primera acotación que cabe
hacer es que la medida del riesgo percibido
podría sofisticarse con la adición de ítems,
con la creación de una escala que supere la
restricción métrica de una pregunta única
(
e. g.
, Muratori & Zubieta, 2016). Por otro
lado, precisamente el cálculo probabilístico
inherente a la pregunta en cuestión sugiere
la existencia de una concepción racionalista
del individuo encuestado. Esto sería cohe-
rente con los presupuestos de la ciencia y el
lenguaje del riesgo cuando asumen la exis-
tencia de individuos calculadores que adecuan
sus comportamientos siguiendo decisiones
racionales (Jackson, 2008).
Para Hollway & Jefferson (1997), la
existencia de la sociedad del riesgo fruto de
una modernidad reflexiva implica considerar
la inseguridad como un medio a través del
cual las incertidumbres y los riesgos multi-
facéticos son concebidos como susceptibles
de ser conocidos y regulados (Beck, 2006;
Giddens, 2008), antes que constituir un simple
fenómeno experiencial restringido al barrio
concreto. Significa que, mientras la insegu-
ridad persiste, puede entremezclarse con otras
amenazas no menos perentorias (pandemia,
desempleo, destrucción medioambiental, etc.)
que eluden las posibilidades reales de control
(Leone & Caballero, 2021). El cálculo de la
probabilidad del riesgo propia de la pregunta
3 Vale la pena revisar el trabajo de Castillo Oropeza & García Morales (2021), en el que, entre otras cosas, des-
taca el papel del rumor cotidiano como mecanismo de construcción y difusión de la inseguridad.
única espera una respuesta “coherente”,
positiva, lógica, deliberativa. Pero el miedo
asociado a la violencia, más que razonable,
en muchas ocasiones constituye una racio-
nalización de una circunstancia avasallante y
compleja.
3)
Solipsismo securitario.
Esta distorsión
conlleva una ontología solipsista o la concep-
ción de un sujeto social atemorizado cuya
inseguridad constituye una manifestación
individualista y asocial. La medición de la
inseguridad presupone la existencia de un
individuo aislado e inseguro en soledad.
Por eso los estudios disponibles recurren
sin reparos a aspectos propioceptivos como
la “percepción”, la “sensación” o el “senti-
miento” de inseguridad. La inseguridad, desde
este punto de vista, constituye un fenómeno
psicologista que atañe a la vivencia específica
que se cristaliza exclusivamente en la mente
del individuo. Esta concepción de la insegu-
ridad no considera el carácter radicalmente
mediado de la experiencia humana (por
cuestiones de clase, género, afinidades, etc.)
o la imbricación histórica del sujeto en la
estructura social (Leone & Caballero, 2021;
Lunecke, 2016; Martín-Baró, 1983). Pistas
de esta aproximación solipsista se evidencian
a partir la notable carencia de estudios sobre
el habla cotidiana en la construcción de la
inseguridad ciudadana como hecho subjetivo
3
y sobre el llamado miedo altruista, es decir, el
temor por otros, la percepción de inseguridad
personal modulada por la conciencia de la
inseguridad simultánea que experimentan los
seres queridos (Hollander, 2001; Lee, 2007).
4)
Animismo delictivo.
Esta distorsión pasa
por alto que la inseguridad ciudadana cons-
truye simultáneamente un sujeto amedren-
tado y uno amedrentador. Así, parece que
la violencia criminal tiene vida propia y se
manifiesta ajena a un perpetrador concreto
o carente de preconcepciones sobre su
aspecto probable. La categoría de “cultura
de la violencia” (Cruz, 1997) es relevante
porque contribuye a explicar el empleo de
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la violencia y su perpetuación, pero también
porque connota la existencia de claves o
convenciones para gestionar el ambiente, lo
que incluye indicios de aquellos a quienes
se debe temer, dónde y cómo hacerlo (ver
Lunecke, 2016). El señalamiento de indivi-
duos peligrosos o la estigmatización de zonas
específicas y sus habitantes ilustran la exis-
tencia de repertorios representacionales inhe-
rentes a la percepción de inseguridad. Parte
de las consecuencias del discurso moderno
del riesgo y de la inercia social de contabilizar
ciertas expresiones de violencia es, precisa-
mente, el perfilamiento peculiar de víctimas y
victimarios (Jackson, 2008; Orellana, 2015).
En la práctica, esto suele justificar interven-
ciones sobre sectores desfavorecidos. Se
concibe un problema “controlable” con base
en un consenso implícito conveniente que
persigue reducir incertidumbres a través del
bosquejo interesado del victimizador como
una amenaza exogrupal (Hogg, 2006).
5)
Ceguera heteronormativa.
Las encuestas
sobre inseguridad asumen que los ciuda-
danos atemorizados son heterosexuales. En
El Salvador, “sexo” constituye una variable
dicotómica (hombre/mujer) con la que se
alterna la etiqueta de “género”, a pesar de
que, en sentido estricto, el género y sus
complejidades no se registran en sondeos de
opinión. Es verdad que medir identidad de
género o preferencia sexual requiere afrontar
los desafíos metodológicos y teóricos que tales
constructos conllevan, tales como la desea-
bilidad social, el infrarregistro, el parafraseo
específico de preguntas, el anonimato o la
necesidad de quien contesta de encubrir su
identidad o preferencia (Coffman
et al.
, 2013;
Dalia, 2018). Estos escollos y que las personas
que no se ajustan a la heteronormatividad son
poblacionalmente escasas, suelen esgrimirse
como justificaciones para omitir su registro e
inclusión en las encuestas. Sin embargo, las
encuestas nacionales hace tiempo registran
la existencia de otras identidades minoritarias
(
e. g.
, indígenas, ateos) cuyo número también
es exiguo o cuya magnitud probablemente se
vería superada por la demografía de personas
LGBTI (Dalia, 2018).
En cualquier caso, las dificultades proce-
dimentales o contextuales no deben hacer
perder de vista que la ceguera heteronorma-
tiva es, sobre todo, ideológica. El Salvador
ha sido identificado como un país altamente
prejuicioso contra las personas LGBTI, misó-
gino, conservador y en el que predominan
repertorios representacionales y actitudinales
autoritarios (Orellana & Orellana, 2020;
Orellana, 2017). Los desafíos técnicos en la
academia serán reales, pero también encu-
bren visiones interesadas de los problemas
sociales. Por ejemplo, el reporte del PNUD del
2009 sobre desarrollo humano y seguridad
en Centroamérica omitió la violencia contra
personas LGBTI nada menos que en el capí-
tulo 5 (p. 119) denominado “Los delitos silen-
ciados” en el que se abordan “inseguridades
invisibles” referidas a aquellas que se ejercen
contra minorías étnicas, niñez y juventud,
y mujeres. La ceguera heteronormativa es
esperable en contextos subdesarrollados y
donde prolifera el conservadurismo religioso,
pero es inadmisible la adhesión silente de la
investigación social a este tipo de mandatos
culturales en países donde las personas LGBTI
experimentan altos niveles de discriminación
y victimización (HRW, 2020; Orellana, 2017).
Leone & Caballero (2021) sostienen que
la pandemia ha abierto nuevos desafíos para
el abordaje y el estudio de la inseguridad
en Latinoamérica, particularmente los que
atañen al género (y a la diversidad sexual).
Para las autoras, desde los estudios femi-
nistas de seguridad y la ética del cuidado,
entre otras cosas, se ha evidenciado que los
entornos cotidianos y preconcebidos como
seguros como el hogar o los hospitales no
lo eran; que los sentimientos cuentan en la
experiencia de inseguridad; que la experiencia
masculina de (in)seguridad es distinta que
la de la mujer; que la tradicional política de
protección o defensividad debe transitar al
cuidado responsable, mutuo y la agencia; que
la inseguridad conlleva una lectura política
del poder que faculta y justifica a unos gozar
de condiciones inequitativas sobre las otras.
Durante la pandemia, fueron particularmente
enfermeras las que sufrieron ataques de
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odio en el espacio público, así como mayor
exposición al riesgo de contagio precisamente
por sus actividades de cuido y subordinación
jerárquica laboral (Amaral & Wenham, 2021;
Orellana, 2020).
En suma, la noción de inseguridad ciuda-
dana y su medición usual, por lo dicho,
construye, reduccionistamente, a un “ciuda-
dano” inseguro, racionalista, mudo, aislado,
indiferente a la influencia y a la suerte de los
otros, cuyo temor parece carecer de precon-
cepciones, además de ser heterosexual.
Constituye una entelequia positivizada cuya
funcionalidad perpetúa vacíos epistemoló-
gicos y teóricos. Lo que sigue es una modesta
propuesta de (re)fundamentación teórica del
concepto de inseguridad ciudadana compren-
dida como actitud que sale al paso de los
vacíos reflexivos y teóricos señalados.
3. La inseguridad ciudadana como
actitud,laactitudcomoideología
El concepto de actitud ofrece una vía inte-
gradora de niveles de análisis macro y micro
mientras permite comprender la subjetividad
como una experiencia situada, integral y
compleja. Una actitud es una orientación
evaluativa dirigida a objetos de la realidad
que se manifiesta en un
continuum
de favora-
bilidad o desfavorabilidad hacia tales objetos
(Fabrigar
et al.
, 2005). Como es sabido, una
actitud cuenta con una estructura tríadica, esto
es, un componente cognitivo, uno afectivo (su
supuesto dominio o núcleo reactivo) y otro
comportamental o “intencional” referido a los
dos anteriores. Entre otras cosas, las actitudes
cumplen funciones psicosociales (
e. g.
, expre-
sión personal, organización del conocimiento),
su manifestación se ve modulada por factores
diversos (
e. g.
, aprendizaje, situación), están
asociadas a estructuras de conocimiento y son
relativamente estables según la importancia
que tengan para la persona, pero también
puedan ser ambivalentes (Briñol
et al.
, 2007;
Fabrigar
et al.
, 2005; Krosnik
et al.
, 2005;
Martín-Baró, 1983; Morales, 2006).
Recurrir al concepto de actitud para
intentar fundamentar teóricamente el miedo
al crimen no es nuevo. Pero su empleo en la
literatura disponible sobre inseguridad —como
mucha de la referenciada en este escrito—
acusa los mismos problemas de imprecisión
nominalista que fueron expuestos antes como
expresión de la segunda distorsión epistemo-
lógica: el concepto de actitud aplicado a la
inseguridad no suele guardar fidelidad a sus
fundamentos teóricos (estructura triádica,
consideración de origen o funciones, etc.; ver
Fabrigar
et al.
, 2005; Krosnik
et al.
, 2005),
constituye un simple sinónimo de cualquier
otra disposición (como opinión o sensación),
o de forma genérica se llaman actitudes
al registro de numerosos indicadores, que
varían de una investigación a otra. Utilizar el
concepto de actitudes para hablar de insegu-
ridad ciudadana es una tarea sencilla solo en
apariencia, como lo muestran trabajos interna-
cionales a los que no se puede acusar de falta
de esmero teórico.
Por ejemplo, una de las propuestas más
elaboradas al respecto es la de Boers (2003,
p. 1143), quien propone el “modelo interac-
tivo de las actitudes respecto del crimen”. El
modelo, como es esperable, presenta virtudes
y fallos. Corrobora la dificultad de ofrecer una
explicación teórica de la experiencia personal
de inseguridad propiciada por el crimen y la
violencia. El autor reconoce que el modelo
solo ha sido puesto a prueba con distintas
bases de datos, con variables
proxy
y de
forma incompleta. De hecho, una aproxima-
ción más comprehensiva al modelo genera
dudas sobre su validez (Hirtenlehner, 2008).
Como todo modelo amplio, la propuesta de
Boers ve mermada su capacidad explicativa
real y sus resultados empíricos terminan
presentándose como lo haría cualquier
encuesta de victimización: recurriendo a un
conglomerado disperso de variables demo-
gráficas, políticas, etc. que se ven asociadas
o que parecen explicar ciertas orientaciones
hacia el crimen. También parece que la pers-
pectiva empleada sobre las actitudes y su
medición arrastra sesgos individualistas y ahis-
toricistas propios de un manejo
mainstream
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del concepto. Es decir, las actitudes son inter-
pretadas como si en última instancia fueran
privativas de la mente de quien las manifiesta,
lo que desactiva la circunstancia histórica
particular en la que aparecen y los procesos
mediadores que les dan origen (Martín-Baró,
1983; Pancer, 1997).
Asimismo, otra virtud y particularidad de
las actitudes es que pueden ser interpretadas
como ideología (Martín-Baró, 1983). Es decir,
que las actitudes no constituyen un tipo de
software
preinstalado” en la mente del indi-
viduo, sino que conforman un andamiaje
psicosocial de esquemas cognitivos y valora-
tivos adquiridos en relación con un contexto
determinado. Una ideología constituye un
sistema de creencias que hace inteligible el
mundo, pero que también lo justifica y distor-
siona a conveniencia con más o menos cons-
ciencia de ello. Se nutre tanto de intereses de
las élites como de la receptividad motivacional
de las personas (Jost
et al.
, 2009).
Por todo lo dicho, desde la perspectiva de
la teoría de las actitudes, la inseguridad ciuda-
dana no constituye una simple disposición
individual o una reacción unívoca hacia el
crimen.
4
Conformaría un artefacto colectivo —
un hecho social subjetivo— de reproducción
de intereses sociales atendiendo a la circuns-
tancia material de cada cual. Esto explicaría
que la representación social dominante del
victimario se presente cargada lombrosiana-
mente (
e. g.
, jóvenes pobres, clase baja); que
se racionalice el crimen de cuello blanco o
la corrupción (“todos los políticos roban”);
que los crímenes de odio (
e. g.
, feminicidios
o asesinatos de personas LGTBI), en una
sociedad misógina y homófoba, carezcan de
relevancia social o escapen de la capacidad de
comprensión y de gestión de los aplicadores
4 La relación entre inseguridad y crimen no es necesariamente lineal. Parte del carácter socialmente construi-
do de la inseguridad se reeja en las llamadas paradojas del crimen, por ejemplo, que jóvenes y hombres
maniesten menos inseguridad que sus contrapartes femeninas o personas mayores, a pesar de que aquellos
tienden a sufrir más victimización (Lee, 2007). En estos casos, sin embargo, es precisamente el análisis crítico
de los presupuestos implícitos de la paradoja —desde una perspectiva de género, por ejemplo— lo que podría
contribuir a desenmarañar tales relaciones o construcciones sociales.
de justicia (Orellana, 2017). La inseguridad
conforma un caleidoscopio de representa-
ciones e intereses que se ve dinamizado por
un contexto violento en el que las amenazas
se distribuyen de manera heterogénea, pero
de forma actitudinalmente congruente con los
imaginarios sociales dominantes (Hameleers,
2020).
Aun reconociendo que la inseguridad
como hecho subjetivo puede conllevar la
existencia de otras orientaciones subjetivas
paralelas (
e. g.
, todo lo que cae fuera de
la “actitud personal hacia el crimen” en el
modelo de Boers; ver también Ferraro y
LaGrange 1987), el concepto de actitud como
vertebrador teórico “llena” de contenido
teórico y explicativo mucho de los vacíos
apuntados. En síntesis, concebir la insegu-
ridad ciudadana como una actitud contra-
rresta muchas de las distorsiones revisadas:
(a) la inseguridad está referida a un objeto
particular (la violencia criminal) y no a todo
lo que un ciudadano puede temer o lo que
una encuesta puede capturar; (b) la insegu-
ridad es multidimensional y está compuesta
dinámicamente por cogniciones, emociones
y comportamientos; (c) aun cuando las
actitudes como concepto cuentan con una
impronta positivista, bien entendidas, distan
de construir un individuo racionalista, pues se
sabe que estas no son predictores mecánicos
de comportamiento y que pueden ser contra-
dictorias o ambivalentes; (d) son aprendidas
(modificables) y se inscriben en procesos de
socialización, lo que implica una construcción
intersubjetiva a través de mediaciones diversas
(
e. g.
, género, crianza, propaganda), y (e) este
aprendizaje puede estar cargado ideológica-
mente de representaciones y preconcepciones
estereotípicas de las amenazas, los victimarios
o las formas socialmente esperadas de temer.
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4. Unejemploempírico
La ventaja más obvia del empleo del
concepto de actitud como fundamento de
la categoría de inseguridad ciudadana es su
plena compatibilidad práctica con la aproxi-
mación cuantitativa de la investigación por
encuestas. En otras palabras, por si hubiera
que enfatizarlo, estas reflexiones no buscan
descartar el uso de encuestas para estudiar la
inseguridad ciudadana, sino criticar la inercia
de su empleo mecánico y su usual escasez de
fundamentos teóricos claros.
En este sentido, aquí se sostiene que hasta
es posible mantener el uso de preguntas
acostumbradas en encuestas de inseguridad
y victimización, pero orientadas por la lógica
teórica propia las actitudes. Veamos a conti-
nuación un ejemplo aplicado de lo dicho
hasta ahora. Los análisis y los datos siguientes
han sido tomados de una encuesta sobre acti-
tudes sociales y políticas aplicada en 2010 en
la que participó una muestra representativa
5 En el interesante trabajo de Muratori y Zubieta (2016) se alude, de manera similar a lo aquí expuesto, al riesgo
percibido, el miedo al delito y a “conductas de autoprotección”. No obstante, las autoras entienden la insegu-
ridad ciudadana bajo la categoría genérica de percepción; conciben tanto el riesgo percibido como el miedo
al delito como dos tipos diferentes de percepción de inseguridad (p. 101) y las conductas de autoprotección
parecen jugar un papel periférico. Asimismo, en la práctica, los tres elementos aludidos no conforman una tría-
da conceptual u operacional unicada, las deniciones o matices conceptuales entre las dimensiones quedan
implícitas y se termina añadiendo un cuarto aspecto subjetivo, la victimización indirecta. De cualquier manera,
el trabajo es relevante en el marco de estas reexiones por la coincidencia nada casual con sus intuiciones y
eslabones conceptuales. Además, porque ayuda a reforzar el argumento de que es posible apuntar a consen-
sos conceptuales multidimensionales a la hora de denir y medir la inseguridad ciudadana.
de los habitantes del Área Metropolitana de
San Salvador (AMSS) mayores de 15 años
(95 % de confiabilidad [Z], varianza del 50 %
[p] y error muestral [E] inferior al 4.8 %). La
muestra total estuvo constituida por 421 parti-
cipantes, 55.8 % mujeres y 44.2 % hombres,
cuyo promedio de edad alcanzó los 39.2 años
(DE = 17.2 años).
Siguiendo la línea de reflexión que ha
sido expuesta arriba, la encuesta contenía
preguntas para evaluar distintos aspectos
vinculados con la violencia y la crimina-
lidad, incluyendo el concepto tridimensional
“imaginado” de inseguridad ciudadana en
cuanto actitud: así, la inseguridad ciudadana
se comprende como una actitud en la que
se produce el interjuego del
riesgo percibido
(dimensión cognitiva), el miedo al delito
(dimensión emocional) y las acciones precau-
torias (dimensión comportamental)
5
. La tabla
1 muestra los ítems empleados para medir
cada una de las tres dimensiones aludidas.
Tabla 1. Enunciado de las preguntas y opciones de respuesta de las tres dimensiones de la inseguridad
ciudadana como actitud
Riesgo percibido
Hablando del lugar o barrio donde vive y pensando en la posibilidad de ser víctima de un hecho
delincuencial, ¿se siente usted (3) muy seguro, (2) algo seguro, (1) algo inseguro, (0) muy inseguro?
Miedo al delito
¿Qué tanto le preocupa ser víctima de los delitos siguientes: homicidio, agresión física, violación sexual,
secuestro, robo a mano armada, robo sin agresión (hurto), extorsión/renta, soborno por parte de alguna
autoridad o funcionario público (mordida)? Para cada opción: (3) mucho, (2) algo, (1) poco o (0) nada.
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Acciones precautorias*
Podría decirme si en el último año, por temor a ser víctima de la delincuencia usted… Ha limitado los
lugares a los que va de compras, ha reducido los lugares de paseo, ha sentido la necesidad de cambiar de
barrio, ha cambiado número de teléfono (fijo o móvil), se ha organizado con los vecinos de la comunidad,
ha pensado en irse del país, ha instalado alarmas en su casa, ha reforzado el enrejado de la casa en
ventanas, patios, etc., ha contratado vigilancia privada. Para cada opción: Sí (1), No (0). Se seleccionan
todas las acciones tomadas por el entrevistado.
Fuente: elaboración propia. *En el listado de acciones precautorias, se ha eliminado la opción “Cerrar
el negocio” porque solo la cuarta parte de la muestra contaba con uno. Todos los análisis posteriores de
esta escala prescinden de esta opción.
6 Una década atrás, los fraudes o delitos por internet no constituían una preocupación especial para el salvado-
reño promedio como sí lo son cada vez más para quienes cuentan con servicios de banca en línea o realizan
transacciones con sus teléfonos móviles. Reforzando argumentos ya expuestos, las encuestas de victimiza-
ción de entonces no registraban —y, por tanto, no contribuían a medir, visibilizar, nombrar, volver objeto de
discusión, ni, en una palabra, a construir— esta inquietud particular en la opinión pública ciudadana. Cabe
esperar que los “ciberdelitos” constituyan un objeto de preocupación creciente por parte de la academia y de la
gente común (especialmente con la implementación del
bitcoin
como “moneda” de curso legal en el país). Una
escala de miedo al delito acorde con los tiempos actuales debería incluir el temor a ser víctima de este tipo de
crímenes.
La primera dimensión, el
riesgo perci-
bido
, se refiere a un cálculo de probabilidad
o estimación de riesgo que lleva a cabo el
individuo al vivir en contextos donde distintas
formas y niveles de criminalidad tienen lugar.
Contribuye con la dimensión cognitivo-delibe-
rativa que busca sopesar el grado de vulnera-
bilidad que se vive ante la situación de crimi-
nalidad prevalente en el entorno residencial
cercano. Constituye una evaluación amplia y
expresiva con determinantes explicativos dife-
rentes a dimensiones evaluativas emocionales
(Ferraro & LaGrange 1987; Jackson, 2004;
Wilcox & Land, 1996). Como puede apre-
ciarse en la tabla 1, el riesgo percibido se mide
a través de la pregunta única con formato
de respuesta Likert, que ha sido comentada
antes y que, por sí misma y desprovista de
reflexiones aparejadas, puede incurrir en una
unidimensionalidad racionalista.
La segunda dimensión corresponde al
miedo al delito
. Este alude al factor emocional
fruto de la exposición personal a expresiones
de criminalidad específicas que atentan de
distintas maneras contra la integridad personal
o el patrimonio material. Remarca el carácter
contextualizado de las amenazas cotidianas
a las que está expuesta la persona, donde
destaca, por supuesto, la letalidad potencial
aparejada a la gravedad de la victimización.
Por ejemplo, el miedo al abuso sexual es
mayor en mujeres que en hombres. Asimismo,
en el estudio de Vozmediano
et al.
(2008)
desarrollado en el País Vasco, la escala de
miedo al delito empleada contempla delitos
como la usurpación de identidad o fraude
por Internet, pero no contempla delitos
graves contra la integridad como el asesinato
o la extorsión, que sí son muy probables en
países como El Salvador.
6
Boers (2003), por
su parte, cataloga como “molestia” el hurto,
lo que muestra un claro sesgo contextual si
consideramos que en nuestros países una
“molestia” de ese tipo puede significar para
ciertos grupos sociales una verdadera ruina
económica, endeudamiento con usureros o
hasta pasar hambre.
Por último, encontramos la dimensión
conativa de la inseguridad, las
acciones
precautorias
. Las actitudes cuentan con
un potencial de acción que puede llegar a
concretarse en función de los costos y bene-
ficios implicados en cada caso, en asociación
con los aspectos cognitivos y emocionales
asociados (en este caso, el riesgo percibido y
el miedo al delito). Así, la puesta en marcha
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de ciertos repertorios potenciales de acción
constituiría una consecuencia actitudinal de
la inseguridad ciudadana. La amenaza suele
cristalizarse en acciones que persiguen contra-
rrestarla y tales acciones pueden constituir uno
de los mejores indicadores de la existencia de
la inseguridad (Huddy
et al.
, 2007; Narváez
Mora, 2009).
La existencia de acciones precautorias
constituye una evidencia sólida de la inse-
guridad en cuanto actitud, pues suponen la
actitud realizada. Ya no se trata de su conato,
sino de su ejecución y, por tanto, la confirma-
ción de la capacidad de los hechos sociales
percibidos para modular el comportamiento
y la interacción cotidiana.
7
Sin excepción, las
encuestas que miden indicios de inseguridad
muestran que la violencia y la criminalidad
alteran los patrones de desenvolvimiento coti-
diano de las personas (
e. g.
, consumo, protec-
ción, evitación de lugares). Raderstorf
et al.
7 Lo dicho para la escala de medio al delito también aplica para la escala de acciones precautorias: una medición
actualizada de tales acciones debería incluir la toma de medidas preventivas contra expresiones criminales
renovadas, como los ciberdelitos o las desapariciones.
(2017) demuestran que los comportamientos
de evitamiento del crimen en Centroamérica
son ubicuos y fuertes predictores de la inten-
ción de migrar, cuestión que, a su vez, ratifica
la existencia de temores que pueden ser más
o menos funcionales para los individuos (Lee
et al.
, 2020).
Los puntajes de las tres dimensiones
fueron convertidos a una escala de 0-10 para
facilitar su interpretación, donde puntajes
cercanos a 10 conllevan mayor intensidad o
nivel de los constructos de interés. En la tabla
2, pueden apreciarse los promedios resultantes
de cada dimensión, así como las correlaciones
que se producen entre ellos. En todos los
casos, las relaciones son estadísticamente
significativas y positivas: el riesgo percibido,
el miedo al delito y las acciones precauto-
rias presentan una relación de potenciación
mutua, como lo haría esperar la concepción
tríadica de las actitudes.
Tabla2.Estadísticosdescriptivosycorrelacionesentrelasdimensionesdelainseguridadciudadana
como actitud
M (DE) Riesgo percibido Miedo al delito Acciones precautorias
Riesgo percibido 5.7 (3.3) -
Miedo al delito 7.6 (2.5) *.23 -
Acciones precautorias 3.6 (2.2) *.19 *.31 -
Fuente: Elaboración propia. *P<.01
Solo queda espacio para revisar algunos
pormenores del constructo operacionalizado
de inseguridad ciudadana, esto es, la fusión
en una escala de medición única del riesgo
percibido, el miedo al delito y las acciones
precautorias. La escala de inseguridad ciuda-
dana resultante también fue transformada
a una escala 0-10 para facilitar su inter-
pretación (a mayor puntaje, mayor el nivel
de inseguridad experimentado). La escala
de inseguridad presentó un promedio de
6.7 (DE = 2.1) y una consistencia interna
alta (a = .84). Se llevó a cabo un análisis
factorial confirmatorio (AFC; KMO = .856;
prueba de esfericidad de Bartlett,
p
<.001).
Empleando una rotación varimax y el método
de extracción de componentes principales,
fueron extraídos tres factores que explicaron
en conjunto el 48.63 % de la varianza de los
resultados.
Los factores obtenidos son coherentes con
la lógica teórica del constructo de inseguridad
y sus componentes, aunque presentan algunos
matices interesantes. El primer factor aglutina
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el 24.42 % de la varianza y corresponde en
su totalidad a la dimensión de miedo al delito.
El segundo factor recoge el 15.05 % de la
varianza y aquí se encuentra la pregunta de
riesgo percibido, pero también se adhieren a
ella ciertas acciones precautorias: limitación
de lugares de compras, reducción de lugares
de paseo, necesidad de cambiar de barrio y
de teléfono y de abandonar el país. El último
factor reúne el restante 9.16 % de la varianza
de los resultados y agrupa las acciones
precautorias restantes (organizarse con
vecinos, instalar alarmas, reforzar enrejado en
casa y contratar vigilancia privada).
La carga factorial, por tanto, no dibuja con
nitidez la división tríadica ideal, pero tampoco
es teóricamente incoherente al reposicionar
el riesgo percibido: el miedo al delito se
delinea con total claridad, lo que podría estar
sugiriendo que, en consonancia con la teoría
de las actitudes y su dinámica oscilante de
atracción-aversión, el núcleo de la inseguridad
es predominantemente emocional (Morales,
2006). La configuración del segundo factor,
el que reúnen el riesgo percibido y ciertas
acciones precautorias (
e. g.
, pensar en
cambiar de domicilio o en abandonar el país),
remite a medidas que requieren aproxima-
ciones estratégicas o probabilísticas (implican
considerar opciones reales, costos posibles,
planeación a futuro, etc.) y, por tanto, cabe
suponer que terminan “emparentadas” con
la dimensión racional de la inseguridad (el
riesgo percibido). Diferentes son el resto de
las acciones que conforman el tercer factor,
pues su lógica fundamental común es la toma
de medidas preventivas o susceptibles de
ser implementadas por cualquiera, incluso
por quienes residen en zonas seguras (
e. g.
,
contratar vigilancia privada).
Se elaboró un modelo de regresión
lineal de la inseguridad ciudadana con el
fin de explorar la relevancia predictora de
algunas variables y el desempeño del cons-
tructo (ver tabla 3). De la inclusión de 21
variables de distinta índole contenidas en
la encuesta (sociodemográficas, actitudes
políticas, evaluación de la situación del
país, etc.), los predictores de la inseguridad
ciudadana resultaron ser seis: sentir temor
por la seguridad de algún ser querido (miedo
altruista), la tendencia a conversar sobre la
violencia de forma frecuente, contar con una
edad entre los 15 y los 34 años, contar con
un familiar o un amigo que haya sido víctima
de la delincuencia, haber sido victimizado y
percibir que las pandillas son un problema en
la comunidad.
Tabla 3. Predictores de la inseguridad ciudadana
B SE
β
Sig.
(Constante)
3.674 .363 .0001
Miedo altruista: miedo por la seguridad de un familiar .708 .115 .326 .0001
Violencia es tema de conversación frecuente .355 .122 .155 .004
Edad (de 34 a 15 años) -.019 .006 -.149 .004
Familia/amigo ha sido víctima de delincuencia .616 .236 .138 .010
Ha sido víctima de la delincuencia/violencia .610 .271 .115 .025
Pandillas son problema en la comunidad .217 .100 .114 .030
[F (6, 284) = 21.767, p <.001], R
2
= 0.320
Nota: Elaboración propia. Se aplicó el método de pasos sucesivos (stepwise). Las variables indepen-
dientes han sido ordenadas a partir del peso del coeficiente beta estandarizado.
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Los resultados de la regresión son muy
sugerentes y plenamente compatibles con la
discusión teórica previa. La tabla 3 muestra
que el predictor principal del temor personal
es nada menos que sentir miedo por la
seguridad de otros. Tanto esta variable como
conversar frecuentemente sobre violencia y
conocer a una persona cercana que ha sido
victimizada ofrecerían indicios de la profunda
impronta social, mediada y vicaria de la inse-
guridad ciudadana. Las otras tres variables
incluidas en el modelo remiten al contexto
específico de violencia que experimentan los
entrevistados. El rango de edad identificado
en el modelo corresponde al que copa las
estadísticas de victimización, mientras que
la preocupación por las pandillas retrata la
amenaza fundamental persistente que se
cierne en las calles de El Salvador de hoy.
Tanto la presencia de pandillas como haber
sido victimizado son variables altamente
coherentes con la teoría de las actitudes: las
actitudes más profundas —es decir estables,
sensibles, salientes, como la inseguridad
ciudadana misma— son aquellas que se
adquieren por experiencia directa.
Por último, cabe destacar que el modelo
general alcanza a explicar casi una tercera
parte de la varianza total de los resultados.
Es decir, en 2010, el 32 % de la inseguridad
ciudadana de los habitantes del AMSS, enten-
dida como una actitud, podía ser explicado
por las seis variables incluidas en el modelo
expuesto en la tabla 3.
5.Conclusión
La inseguridad ciudadana constituye
una experiencia compleja, difícil de capturar
conceptual y empíricamente. A los retos
propios de la imaginación teórica, se suman
las peculiaridades de cada contexto que
8 Hay que rearmar el enorme reto analítico que entraña criticar a profundidad la medición de la inseguridad a
través de encuestas. Acá se ha realizado un ejercicio que espera develar algunas respuestas, pero sobre todo
generar preguntas y posibilidades. Se trata de inquietudes que no son privativas de nuestro contexto: se sugie-
re revisar el comprehensivo trabajo de Quinteros Rojas et al. (2019) en el que someten la Encuesta Nacional
Urbana de Seguridad Ciudadana, en Chile de 2016, a un escrutinio conceptual y operacional con el empleo de
análisis de la encuesta misma, pero también con procedimientos cualitativos. Si se llevara a cabo un ejercicio
similar en nuestro país o entre encuestas de distintos países, ¿qué encontraríamos?
obligan a considerar los determinantes histó-
ricos que han dado lugar a su surgimiento y
consolidación como fenómeno social y como
experiencia colectiva. La identificación de los
procesos históricos como las interpretaciones
teóricas sobre la inseguridad no son usuales
en nuestro medio, tan dado a la medición
mecánica y a la generación interminable de
números sobre los hechos sociales, objetivos
y subjetivos. Cada fenómeno social cuenta
con su propia historia y su genealogía y, sin
ellas, buena parte de su compresión resulta
comprometida.
El uso de encuestas de victimización e
inseguridad debe ser destacado en la modesta
propuesta de genealogía de la inseguridad
antes revisada. Es desde un marco de refe-
rencia histórico que cobran relevancia los
distintos indicadores creados para aproximarse
y medir la inseguridad. Igualmente, puede
señalarse que tales encuestas con demasiada
frecuencia fungen como espejos perversos en
los cuales la sociedad confirma mucho del
miedo que sufre, como herramientas vaciadas
de teoría para investigadores y como verdades
escritas en piedra —cuando conviene— para
intereses políticos. Pero lejos de denostar la
medición de la inseguridad por encuestas,
o las encuestas mismas, lo que se busca es
señalar la inercia analítica y métrica de que
adolece su aplicación.
8
La investigación
por encuestas en El Salvador ha ignorado
mucho de la capacidad heurística de las bases
teóricas de las ciencias sociales. La teoría de
las actitudes, y su aproximación tridimen-
sional, ilustra con evidencias que las encuestas
pueden ser algo más que generadores de
números para convertirse en dispositivos de
comprensión de fenómenos teóricamente
construidos.
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Incluso la pregunta única, unidimensional
y racionalista, que mide riesgo percibido
podría ser revisitada en beneficio de su poten-
cial de análisis. Su capacidad operativa, su
concreción y su reconocido empleo tradicional
resulta de gran importancia en contextos con
crónicas carestías para el financiamiento de la
investigación con instrumentos estandarizados
donde cada pregunta cuenta y cuesta. Es su
uso mecánico, métricamente conformista y
ateórico, lo que obliga al cuestionamiento que
aquí se ha hecho.
A manera de síntesis, se considera que
la aplicación de la teoría de las actitudes
enriquece conceptualmente la categoría de
inseguridad ciudadana, además de subsanar
los sesgos actuales inherentes al concepto: el
tecnocratismo se contrarresta con el añadido
de contenido teórico y la consideración de
alternativas metodológicas; la inadecuación
categorial se rectifica al delimitar un objeto
específico de la inseguridad (la violencia
criminal) a través de un constructo multidi-
mensional operacionalizable (dimensiones
cognitiva, emocional y conativa); el solipsismo
securitario se ve sorteado por medio del pleno
reconocimiento del carácter históricamente
situado y psicosocialmente mediado por otros
de la experiencia de inseguridad; finalmente,
el animismo criminal y la ceguera heteronor-
mativa son atajadas develando las cargas
ideológicas (
e. g.
, prejuicio sexual, clasismo)
que puede arrastrar la categoría de insegu-
ridad ciudadana al uso.
No hay que perder de vista que las
implicaciones de estas fallas epistemológicas
resuenan en el mundo académico, pero
también en la cotidianeidad. Se trata de idea-
rios implícitos que consolidan aproximaciones
tecnocráticas para atender los problemas
sociales que fortalecen el conformismo con
explicaciones superficiales. La violencia como
realidad social se devalúa en cifras y las
cifras se convierten en fines en sí mismas. El
trabajo de políticos y académicos se reduce a
9 Esta reexión puede extrapolarse en la actualidad a la producción constante, manejo, dudosa credibilidad y
efectos sociales de las cifras de la pandemia y el miedo al contagio, así como al llamado bastante explícito que
recibe la ciudadanía para que vele por sí misma mientras dure la crisis sanitaria.
la microgestión de la encuesta o el indicador
de inseguridad de ocasión. Encuestar en la
actualidad corre el riesgo de convertirse en
un ejercicio tecnocrático vaciado de sentido
teórico en su diseño e interpretación, cuestión
que es más cierta si se considera que las casas
encuestadoras nacionales no ponen a dispo-
sición de otros académicos sus encuestas, lo
que impide sacar más rédito de la pesquisa de
ocasión. El equívoco y restringido
leitmotiv
de
“medir es conocer” parece fundamentar aún
los esfuerzos para aproximarse a la insegu-
ridad ciudadana en países como El Salvador.
La compulsión contabilizadora que
produce números sin fundamento teórico y
reproduce de forma acrítica sesgos epistémicos
es compatible con la ideología neoliberal de
progreso ciego y producción ininterrumpida
de cosas consumibles (información, conoci-
miento, números, en este caso). Asimismo, en
el ecosistema neoliberal se espera que sean
los ciudadanos vigilantes los que se preparen
individualmente para sobrevivir en tiempos
de estados incapaces de protegerles por su
debilidad o por encontrarse cooptados por el
crimen. Mientras la cifra de ocasión calibra el
grado de miedo a experimentar, al ciudadano
atemorizado solipsista se le exhorta a prote-
gerse por su cuenta y su propio cálculo de
riesgo, dado que la seguridad se ha tornado
un asunto de responsabilidad individual,
posibilidades económicas y consumo opor-
tunista (
i. e.
, adquisición de armas, artilu-
gios de protección, residir en residenciales
amurallados)
9
. De este consenso ideológico
sería del que abrevan las concepciones domi-
nantes sobre la inseguridad y se verificaría en
aspectos como el atrincheramiento del sujeto
urbano atemorizado, el fortalecimiento del
mercado de la seguridad privada, la legiti-
mación del discurso punitivo, la perpetuación
cotidiana del conflicto, así como ignorando
o minimizando el vínculo peculiar que existe
entre género e inseguridad o el crimen de
odio hacia el diferente.
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Una academia crítica debe estar alerta
ante el vértigo de las hermenéuticas múltiples
en juego, así como las fallas epistémicas y
su capacidad ideológica expansiva. De ahí
la convicción de la necesidad de procurar
fundamentos teóricos sólidos, problemati-
zaciones y reinterpretaciones conceptuales
de aproximaciones vigentes. Se necesitan
reflexiones más profundas, más análisis e
indagaciones orientadas teóricamente. De
lo contrario, seguiremos midiendo lo mismo,
“descubriendo” lo de siempre, maravillados
por esa minúscula variación porcentual del
momento. El concepto clásico de actitud es
una alternativa apropiada para sumar alguna
corrección de los problemas comentados.
Desde esta perspectiva, la inseguridad deja
de ser una plétora de números dispersos que
se terminan interpretando como un cálculo
abstracto, racional e individualista, para
convertirse en un indicador claro y dimensio-
nalmente complejo que remite a la puesta en
marcha de estructuras y procesos psicosociales
que actualizan sentidos e intereses sociales en
una circunstancia histórica determinada.
Comprender la inseguridad ciuda-
dana como actitud también genera nuevas
preguntas de investigación como las
siguientes: ¿se aprende, reproduce y socializa
la inseguridad ciudadana, y, si es así, cómo
se producen tales procesos?; ¿qué funciones
de las actitudes se ponen de manifiesto a
través de la inseguridad?; ¿cómo las rela-
ciones cotidianas —relaciones con el otro y
no necesariamente con el crimen— modulan
la percepción de inseguridad?; ¿la insegu-
ridad ciudadana es susceptible al cambio
de la misma forma que otras actitudes (
e.
g.
, a través de procesos persuasivos)? Más
allá de las acciones precautorias, ¿qué otras
actividades, repertorios de acción o hábitos
son instigados como expresión de insegu-
ridad en tanto que actitud hecha acto?; ¿qué
representaciones ideológicas implícitas refe-
ridas a clase y género cabe encontrar en la
inseguridad ciudadana en cuanto actitud? En
contraste y a propósito de los hechos sociales
subjetivos y que aquí se ha apostado por el
constructo de las actitudes, ¿qué ventajas y
posibilidades teóricas o metodológicas abre
comprender —no solo denominar— la inse-
guridad ciudadana como “percepción” (
e. g.
,
Castillo Oropeza & García Morales, 2021),
“sensación”, “sentimiento”, “experiencia” u
otra disposición psicosocial? Estas preguntas
no son exhaustivas y podrían mezclarse y
enriquecer su alcance mutuo.
En términos metodológicos, la búsqueda
y el cuido de fundamentos teóricos para
el estudio de la inseguridad ciudadana (y
para cualquier otro fenómeno social) igual-
mente tiene sentido. La violencia (y ahora
la pandemia) impone límites precisos a la
investigación social. El empleo de la metodo-
logía de encuestas no puede darse el lujo de
llevar a cabo trabajos de campo prolongados
o aplicar cuestionarios descomunales sin
sentido (así sea por teléfono o en línea), de
los que se terminarán resaltando solo cierta
cantidad de resultados. Cuando investigar
puede amenazar la vida, cuando cada minuto
en campo y cada pregunta cuenta, la calidad
sobre la cantidad y la selección de preguntas y
escalas teóricamente fundamentadas deberían
prevalecer en la investigación cuantitativa de
la inseguridad.
La propuesta conceptual y operacional
aquí expuesta puede remozar la inseguridad
ciudadana como objeto de estudio y como
nuevo-viejo objeto de interés social en la
actualidad. La investigación social mejora al
no olvidar que el número es un medio y no
un fin en sí mismo, y al aplicar perspectivas
teóricas inexploradas que requieren más que
cifras para ser interpretadas. No obstante,
se necesitará discusión, debate, creatividad
teórica y oportunidades de actualización y
aplicación empírica para establecer si la inves-
tigación de la inseguridad ciudadana en El
Salvador, o en contextos similares, encuentra
en la particular propuesta triádica actitudinal
aquí revisada, un terreno teórico, metodoló-
gico y epistemológico fértil.
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