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Volumen 76 Número 765 Año 2021
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Estudios Centroamericanos
Autoritarismo, legitimidad carismática y culto al gobernante
Autoritarismo, legitimidad carismática y
culto al gobernante
Desde 2018, El Salvador entró en un proceso de cambio político. Dicho
cambio es impulsado por un líder carismático autoritario con pretensiones
divinas. El presidente de la República empuja al país hacia un régimen auto-
ritario y pide a la población una conanza ciega en él, una conanza similar
a aquella debida solamente a seres divinos. La legitimación de todo ello re-
side en el carisma del presidente, es decir, en la atribución de características
excepcionales que las masas dan a su líder: “él sabe”, “él nos cuida”, “él
nos deende”, “él se preocupa por nosotros”, “él nos provee”, “de él vienen
benecios”, “no ha habido otro gobernante como él”. Sobre una admiración
expresada con estas y otras frases, las masas rinden honor a su líder, que se
presenta como “instrumento de dios”.
El carácter del régimen político
En toda sociedad moderna, existe un arreglo institucional, es decir, un
conjunto de normas que regulan quién gobierna y cómo se gobierna. Algunas
de esas normas están formalizadas en constituciones, códigos, tratados, leyes,
reglamentos, acuerdos, decretos, etc. Otras normas no adoptan tales formas
sin que ello signique inoperancia alguna. Al contrario, incluso puede ocurrir
que esta clase de normas informales tenga un mayor peso que las normas
formales. En no pocas ocasiones es lo que ocurre con las costumbres que son
verdaderas normas que regulan el comportamiento de las personas. Normas
formales e informales coexisten y no son necesariamente excluyentes. La vida
de las personas, de los grupos y de las sociedades no puede ser formalizada
en su totalidad.
Al conjunto de reglas formales e informales se le conoce como “régimen”,
y este puede ser económico, educativo, sanitario, deportivo, jurídico, orga-
nizacional, etc. Las normas que regulan quién gobierna y cómo se gobierna
constituyen un régimen político. Y, según sea el peso que tienen las normas
formales sobre las normas informales sobre estos dos asuntos, así será posible
distinguir si un determinado orden social es legal o no, si en un Estado priva el
derecho o no. En denitiva, si quienes gobiernan se someten a las leyes o no.
La democracia puede entenderse de varias formas según la perspectiva
teórica que se adopte. Hay deniciones minimalistas que igualan democracia
a la realización de elecciones, con tal de que estas sean libres y competitivas.
También hay deniciones maximalistas que igualan la democracia con el Es-
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tado de bienestar o con el goce de derechos económicos, sociales, culturales
y ambientales, además de los derechos políticos. Entre estas dos posiciones
(minimalistas y maximalistas), la democracia se entiende como régimen polí-
tico. Según esta perspectiva, la realización de elecciones libres y competitivas
no es suciente para hablar de democracia, así como tampoco es necesario
esperar a que la ciudadanía goce de pleno empleo, educación y salud gra-
tuitas y universales, vivienda digna, tiempo para el ocio, un medio ambiente
saludable, etc.
A nivel de régimen político, las democracias realmente existentes (que son
democracias liberales) operan sobre la base de dos conjuntos normativos que
regulan cómo se accede a los puestos de autoridad política y cómo debe ejer-
cerse dicha autoridad. El primer grupo normativo reere al sistema electoral
mientras que el segundo, al control político institucional. La ausencia de estos
dos pilares normativos establece la frontera, la línea de demarcación, entre
un régimen democrático y uno no democrático (que puede ser autoritario o
totalitario).
Sobre la base de estas premisas teóricas, ¿vive El Salvador ya en una dicta-
dura o no? Para algunos sectores de oposición, la respuesta es armativa: con
Bukele, el país vive en una dictadura. Para sectores ocialistas, la respuesta
es negativa y más bien con Bukele el país vive una verdadera democracia.
Para responder a la pregunta planteada, conviene hacer una aclaración previa
sobre el término “dictadura”. Su uso en la actual coyuntura puede ser más
político que teórico-descriptivo por la carga emotivo-afectiva que dicho térmi-
no conlleva. Al hablar de dictadura, se busca evocar un pasado de represión,
desaparecidos, exiliados, masacres, irrespeto a los derechos humanos, gobier-
nos militares corruptos, golpes de Estado, fraudes electorales, etc. Ese pasado
propició la movilización social contra la dictadura militar que prevaleció en el
país desde 1930 hasta 1979. Quienes hablan hoy de dictadura anhelan una
nueva movilización social contra esta.
En términos más teórico-descriptivos, una dictadura puede considerarse
como una modalidad de régimen autoritario (incluso totalitario), pero el au-
toritarismo admite otras modalidades, otras formas. No es este el lugar que
requiere la disquisición teórica sobre este asunto. La aclaración sirve para
responder negativamente a la pregunta planteada, al menos de la siguiente
forma: en este momento, El Salvador no vive una dictadura como la que vivió
durante cinco décadas del siglo pasado, lo cual no quiere decir que haya que
aceptar la versión ocialista de que aquí se está viviendo una verdadera demo-
cracia o que se esté profundizando una democracia que existía previamente.
Que Bukele haya llegado a ser presidente en 2019 y a obtener una mayo-
ría legislativa en 2021 mediante elecciones no implica que El Salvador tenga
una democracia a nivel de régimen político. Como se dijo antes, para esto es
necesario que el ejercicio de la autoridad respete el orden legal y, para veri-
carlo, debe operar un ecaz control político institucional. Y esto es justamente
lo que era decitario antes de 2019 y que tiende a ser inecaz desde el 1 de
mayo de este año.
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Hay evidencia suciente para sostener el funcionamiento decitario del
control político institucional antes de 2019. Los casos de presidentes procesa-
dos judicialmente y condenados por enriquecimiento ilícito, malversación de
fondos o lavado de activos, así como los de diputados y alcaldes, son indica-
tivos de los niveles de corrupción a los que ha llegado el país. Y las fallidas
investigaciones scales y auditorías más la acumulación de expedientes en la
sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia, junto con la práctica
inoperancia del Tribunal de Ética Gubernamental son, entre otros, indicadores
de fallas en el control político institucional. Estas y otras fallas no deben ser
eludidas por los analistas políticos.
Prevalencia de las normas para decidir quién gobierna con más ineca-
cia o décit en el funcionamiento del control político institucional porque se
gobierna de forma autoritaria no conducen de manera lógica a la conclusión
de que en El Salvador hay una democracia. Entonces, si no hay dictadura y
tampoco hay democracia, ¿qué es lo que hay? La respuesta es simple: una
mezcla, una combinación, un híbrido de elementos democráticos (para deci-
dir quién gobierna) con elementos autoritarios (en el ejercicio del gobierno).
El gobierno es autoritario, aunque su origen es democrático. En cambio, el
régimen político no es democrático ni autoritario; es híbrido.
Ahora bien, un gobierno autoritario puede intentar perpetuarse y cambiar
las normas a su favor. Es decir, un gobierno autoritario como el de Bukele
puede conducir al país hacia un régimen autoritario. El ejercicio autoritario del
gobierno, es decir, un gobierno que irrespeta la Constitución y demás normas
legales, y que no se somete al control político institucional, puede acabar (o
al menos corromper) el sistema electoral para garantizarse de esa manera su
permanencia en el gobierno. Es lo que ocurrió en Venezuela y, más cerca
aún, en la vecina Nicaragua. La destitución de los miembros de la Sala de lo
Constitucional y del scal general el pasado 1 de mayo, más la neutralización
del Instituto de Acceso a la Información Pública y la aprobación de la “ley Ala-
bí”, apuntan hacia la instauración de un régimen claramente autoritario. Los
ataques al llamado “periodismo incómodo”, más el acoso en redes sociales a
toda voz disidente, apuntan en la misma dirección.
El carisma frente a la institución
En la actual coyuntura salvadoreña, se enfrentan dos principios de acción:
el carisma y la institución. No se trata únicamente de dos principios, sino que
estos pueden actuar en direcciones contrarias. El carisma puede oponerse a
la institución y esta puede rechazar al carisma como principio de acción; por
lo tanto, el carisma puede aparecer como fuente de innovación, mientras que
la institución aparece como fuente de conservación. Si el carisma favorece el
movimiento, la institución favorece la estabilidad, pero el carisma también
puede jugar un papel importante a favor de la estabilidad; si se ha producido
un cambio que ha devenido en inestabilidad, el carisma puede empujar el
dinamismo hacia la estabilidad. Los líderes carismáticos que empujaron un
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cambio institucional sustantivo van a procurar estabilizar la nueva situación;
van a tratar que esta se institucionalice y, al actuar en esa dirección, paradó-
jicamente lo harán a favor de la institución, aunque ello signique el n de
su carisma. Como suelen decir las personas que se dedican a la sociología: el
desafío nal de los líderes carismáticos es la institucionalización de su carisma.
No hay duda de que el actual presidente salvadoreño es un líder carismáti-
co que mueve a las masas. Ello podría representar una gran oportunidad para
la sociedad salvadoreña, pues el presidente podría facilitar la consecución de
unos cambios económicos, sociales, políticos, jurídicos y culturales que han
sido históricamente negados por los grupos sociales con más poder económi-
co, social, político, jurídico y cultural. No en balde se ha dicho que el Estado
salvadoreño ha sido un estado capturado por estos grupos, que ponen a fun-
cionar a las instituciones para favorecer o defender sus intereses corporativos.
De hecho, el presidente suele retomar esta verdad en la narrativa con la cual
ha ganado el apoyo mayoritario de la sociedad, lo cual no signica que real-
mente él esté poniendo todo el peso de su carisma para lograr esos cambios.
Más bien, utiliza esta parte de su narrativa para mantener el rechazo social
hacia “los mismos de siempre”, a sabiendas de que esos “mismos de siempre”
no son necesariamente los que “siempre se opusieron a los cambios”. Para
el presidente, “los mismos de siempre” se reducen a ARENA, el FMLN, un
líder empresarial (con quien parece tener un conicto personal-familiar) y dos
periódicos (con quienes él tuvo conicto cuando fue alcalde de San Salvador).
Por otra parte, el carisma puede actuar como fundamento para el esta-
blecimiento de relaciones de dominación. Es decir, relaciones en donde una
de las partes (el líder) es capaz de hacer que la otra parte (sus seguidores,
las masas) actúe según la voluntad de aquel. Las masas hacen lo que el líder
dispone. No hay discusión. Unas relaciones de este tipo podrían basarse en el
uso de la fuerza, pero justamente el carisma reemplaza a la fuerza. El uso de
esta vuelve las relaciones de dominación unas relaciones forzadas: se obedece
por la fuerza o por el temor a que se utilice la fuerza. Pero unas relaciones
de dominación basadas en el carisma del líder no son forzadas. El deseo del
líder es el deseo de las masas porque estas perciben al líder como alguien
que las deende, las promueve, las escucha, las representa. Y lo perciben así
porque las masas están sedientas de alguien que las deenda, las promueva,
las escuche y las represente.
Desde que fue alcalde de Nuevo Cuscatlán, el actual presidente ideó y
puso en práctica una estrategia de comunicación política para aparecerse
ante las masas como “el esperado”. Esa estrategia implicó aparecer ante las
masas como el que lucha a favor de ellas contra el sistema que las mantiene
oprimidas. De acuerdo con aquella estrategia, habría llegado la hora de la libe-
ración y el presidente se aparece como el liberador, probado en las situaciones
adversas que “los mismos de siempre” le provocaron. Al triunfar sobre esas
situaciones, el presidente se aparece ante las masas como “un instrumento de
dios”. Y las masas creen en él, lo han visto levantarse desde su “expulsión del
partido” y la única forma de explicarse ellas mismas quién es este es decir que
tiene unas cualidades excepcionales: ese es el meollo del carisma. La atribu-
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ción de unas cualidades excepcionales al líder por parte de sus seguidores es
lo que los sociólogos llaman “el carisma”.
El carisma no es una cualidad que tenga el líder, sino que es una cualidad
atribuida a él por parte de sus seguidores. La creencia de que el líder tiene
esas cualidades excepcionales, incluso de origen divino, es la base del lideraz-
go carismático. Como el líder se presenta ante las masas como su defensor,
estas están ahora dispuestas a acompañar al líder en su misión: acabar con
“los mismos de siempre” y el sistema institucional que nunca las defendió, las
promovió, las escuchó ni las representó. El presidente salvadoreño repite esta
argumentación bajo diversas modalidades para mantener a ote su carisma.
Y algunas acciones de política pública tienen esta nalidad también. Al nal
de cuentas, como el carisma es una atribución basada en una percepción,
el carisma solo se mantiene si da muestras de su realidad. La pandemia del
covid-19 le vino como anillo al dedo al presidente porque ahora se mostró
como quien está decidido a defender la vida de las masas contra “los mismos
de siempre” que solo desean su muerte. En su carisma está la base de la cali-
cación positiva que las masas hacen de su gestión durante la pandemia, pese
a que para dicha gestión haya tenido que saltarse el marco legal.
Legitimidad y legalidad
Al hablar de legitimidad, se hace referencia a la aceptación social de un
cierto estado de cosas. La legitimidad de un orden social es la aceptación
social de este. La legitimidad de un régimen político es la aceptación social de
ese régimen. En n, la legitimidad de determinadas relaciones de dominación
es la aceptación social de esas relaciones. La dominación se vuelve legítima
cuando es aceptada socialmente.
Ahora bien, la aceptación social de un orden social, un régimen político
o unas relaciones de dominación, se basa en dos elementos: por un lado, en
la creencia social de que si se actúa de manera diferente a lo prescrito, ello
conlleva un perjuicio para quien ose actuar diferente, y, por otro lado, en un
sentimiento de obligación a actuar como está dispuesto. Cuestionar aquella
creencia y/o poner en entredicho ese sentimiento es deslegitimar el orden, el
régimen o la dominación. Esto es lo que ocurre en los procesos de cambio:
se erosiona la legitimidad del viejo orden; se propone la creencia alternativa
en que las cosas pueden ir mejor que como están, que lejos de un perjuicio lo
que se pueden obtener son benecios, y que, por lo tanto, no hay que sentirse
obligados a acatar el viejo orden. Más bien, hay que esforzarse con construir
un orden alternativo.
Es usual que los líderes carismáticos promuevan cambios (cticios o reales)
erosionando la legitimidad del statu quo. Esto es lo que hace el actual presi-
dente cuando culpa al orden de “los mismos de siempre” como el causante de
todos los males que históricamente han padecido las masas. “Hagamos histo-
ria” signica rompamos con el viejo orden y construyamos uno nuevo. Desde
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una perspectiva maniquea, los que se oponen a lo nuevo son “los mismos de
siempre”. Bajo esta perspectiva, no hay lugar para una oposición diferente,
todos los contrarios son iguales: “babean por ver cadáveres”.
En su narrativa, el presidente está dispuesto a llegar hasta las últimas con-
secuencias con tal de inaugurar un nuevo orden. Él estará defendiendo a las
masas hasta el máximo esfuerzo, “hasta donde le den las fuerzas”. En este
proceso “no hay marcha atrás”. Hay que desmontar el viejo orden incluyendo
su “aparato ideológico”, ese que servía para legitimarlo. Y si hay que saltarse
las reglas, hay que hacerlo. Eso es lo que esperan las masas de su elegido.
Sabiendo que aquellas reglas solo han servido para el benecio de unos po-
cos, acatarlas, dejarlas intactas, es traicionar al pueblo. El presidente apela a
su carisma para romper las normas. Así construye una legitimidad carismática
para su orden deseado y parece erosionar la legitimidad del viejo orden ba-
sada en su marco legal.
Hay analistas que piensan que el presidente opone su legitimidad a la
legalidad, que apela a su apoyo mayoritario para legitimar saltarse las reglas.
En el contexto de un régimen democrático, esta visión no es correcta, pues la
legitimidad no se puede oponer a la legalidad, puesto que esta es fuente de
aquella. La legitimidad democrática es de carácter racional-legal, supone el
“respeto a las normas”. En un régimen democrático, un gobernante es legí-
timo gobernante porque para serlo, en primer lugar, ha sido electo bajo una
regla mayoritaria. No hay duda de que el actual presidente fue legítimamente
electo porque se respetó la regla que establece que para ser presidente debe
contar con la mitad más uno de los votos válidos en la respectiva elección.
Su legitimidad de origen le viene de haber respetado lo normado (el sistema
electoral para la elección presidencial) y no de contar con el apoyo mayoritario
de la población; porque este apoyo mayoritario podría avalar a un presidente
que llega a serlo a través de un golpe de Estado, por ejemplo. Pero el golpe
de Estado no es el mecanismo (el procedimiento normado) para designar a
un presidente en una democracia.
En segundo lugar, un gobernante es legítimo gobernante en un régimen
democrático porque en el ejercicio de su gobierno se atiene a las reglas esta-
blecidas, respeta la Constitución, las leyes, etc. La legitimidad democrática es
legal; como toda legitimidad, se basa en la creencia de que no acatar las reglas
podría acarrear perjuicios y en el sentimiento de obligación a cumplir las re-
glas. Y aquí es donde fallan aquellos analistas, porque aquella creencia y este
sentimiento están ausentes en el comportamiento del presidente. Y no puede
ser de otra manera porque la legitimidad bajo la que opera el presidente es
carismática y no legal. El presidente apela al apoyo mayoritario para legitimar
sus decisiones y acciones porque en ese apoyo está basado su carisma, tal
como se explicó arriba. El presidente opone la legitimidad carismática a la
legitimidad racional-legal. Al hacerlo así, el presidente expresa la oposición en-
tre un régimen autoritario y un régimen democrático. Su afán por concentrar
facultades, por centralizar las decisiones sobre políticas, la disposición de una
Asamblea Legislativa que es genuexa hacia el presidente de la República y la
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neutralización de toda clase de control político institucional sobre el Ejecutivo
así lo indican.
El culto al gobernante y a sus dioses
Desde su toma de posesión del cargo, el actual presidente salvadoreño se
ha empeñado en mostrarse ante la nación como un “instrumento de dios”,
alguien a quien “dios le habla” y sostiene, dándole fuerzas para cumplir su
misión. Vistas con detenimiento, las imágenes que transmitía la televisión
aquel día denotaban una ceremonia con más importancia de lo usual. No solo
porque esa ceremonia tenía lugar en la plaza Barrios, frente a la catedral me-
tropolitana y al Palacio Nacional, símbolos de poder religioso y político. Más
que un traspaso de mando, aquello tenía todas las pintas de una “apoteosis”,
es decir, una gloricación o ensalzamiento del presidente por las masas allí
reunidas.
La escena nal de aquella celebración mostró al presidente y a su espo-
sa subiendo unas escalinatas, al nal de las cuales solo podía verse una luz
blanca. Antes de desaparecer en medio de esa luz, el presidente y su esposa
se dieron vuelta para saludar a las masas que los contemplaban desde afuera.
Unos minutos después, aquella pareja desaparecía de la escena en medio de
la intensa luz. Semejante escenografía parecía actualizar las ceremonias que
hacían los antiguos para honrar como seres divinos o héroes a los emperado-
res, emperatrices u otras personas simplemente mortales.
El 9 de febrero de 2020, el presidente volvió a aparecer en escena mos-
trando su conexión directa con dios. Los militares que le rodeaban en el Salón
Azul de la Asamblea Legislativa estaban allí para protegerlo. Eso fue lo que
dijeron los responsables del operativo. Pero quizá también estaban allí para
mostrar con cuál dios el presidente iba a hablar en aquel momento. Ese dios
que le pidió paciencia no podía ser el dios de Jesús de Nazaret, porque de
la boca del presidente solo salían amenazas: ¡una semana les damos!, ¡una
semana! De la boca del presidente han salido maldiciones: “mil veces mal-
ditos” les increpaba a sus adversarios. De la boca del presidente han salido
mentiras: este gobierno “no ha recibido ni un centavo partido por la mitad”,
repetía incansablemente durante la pandemia mientras el expresidente del
Banco Central de Reserva mostraba, con datos, lo contrario.
El día en que el presidente asumió el cargo de comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas de El Salvador, aquel hizo jurar a los militares allí presentes
lealtad hacia él antes que a la Constitución y demás leyes de la República. A
las masas presentes durante su “apoteosis” también les hizo jurar lealtad hacia
él. Y a los diputados presentes el 1 de mayo de 2021, durante la sesión solem-
ne en la que asumieron su cargo, el presidente les hizo jurar de nuevo lealtad
hacia él. ¿Por qué aquellos militares, masas y diputados fueron capaces de
hacer lo que el presidente les pedía? Los sociólogos dirían que eso fue posible
porque la relación establecida entre el presidente, los militares, las masas y los
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diputados es de dominación, basada en el carisma del presidente, un carisma
cubierto con tintes religiosos.
El presidente se autodenomina “instrumento de dios” y las masas lo per-
ciben como “el elegido” para realizar los cambios que otros o no quisieron, o
no pudieron realizar. En los spots que anuncian las ya tradicionales cadenas
de radio y televisión, el presidente viene bajando del cielo (desde un helicóp-
tero que quizá le ha proporcionado el dios Marte) y abajo le esperan unos
militares (especie de seranes) que le abren las puertas del salón desde el que
se dirigirá al pueblo salvadoreño. La simbología sugiere que el presidente trae
un mensaje de dios al pueblo.
Llama la atención que semejante simbología religiosa no sea cuestionada
por los principales pastores religiosos de las diversas denominaciones cristia-
nas. El celo por el nombre del Señor no parece devorarles. O quizá no quieren
meterse en problemas con el presidente. Pero si así proceden, malos pastores
son, pues dejan que se pierdan las ovejas a ellos encomendadas. O tal vez
haya que considerarlos buenos administradores de los bienes materiales que
poseen sus organizaciones eclesiales. Un conicto con el presidente los podría
poner en peligro. Mientras tanto, las masas creen al presidente. Tienen fe en
él. Y él les alimenta esa fe: “Los salvadoreños ya me conocen y saben que
jamás haría nada que no fuera en su benecio”. Pero se puede conocer a
un gobernante que no es transparente en su gestión, que no se somete a los
controles políticos institucionales.
El presidente exige fe en él. Pretende que las masas confíen ciegamente
en sus decisiones, no importa si el éxito o fracaso de estas dependan del azar.
Este es el caso con la aceptación e imposición del bitcóin como moneda de
curso legal. Según el presidente, la “ley se ha trabajado a conciencia para que
no afecte a nadie y para que traiga benecios a millones de salvadoreños”.
Pero él mismo reconoció en cadena nacional que es una moneda volátil, así
como puede subir su valor frente al dólar, así lo puede bajar; así como se
puede ganar, así se puede perder. En esas condiciones, solo la diosa Fortuna
puede traer benecios a millones de salvadoreños. Y en la misma cadena
nacional, el presidente reconoció que el valor del bitcóin lo ja el mercado (es
decir, el dios Mercurio). Las masas no se dan cuenta de que el presidente está
pidiendo que confíen en la Fortuna y en el Mercado.
Y, por si fuera poco, los altares de la religión del presidente ya han comen-
zado a ser instalados. En esos altares, se realizará el sacricio. Allí depositarán
sus ofrendas las masas esperando ser escuchadas por la diosa Fortuna y el
dios Mercurio. ¿Cuáles son esos altares frente a los que los pastores religiosos
institucionales guardan silencio? Son los cajeros automáticos donde se podrán
cambiar bitcóines por dólares. ¡Pobre pueblo que confía en Fortuna y en Mer-
curio! ¡Ay de aquellos pastores que no deenden a mi pueblo! Que tan actual
es la voz del profeta Ezequiel.
El presidente pide conanza en él y rechaza toda crítica a la ley del bitcóin.
De nuevo recurre a la narrativa de “los mismos de siempre”, aunque no sean
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justamente estos quienes han cuestionado la medida económica. Las críticas
más serias vienen de reconocidos economistas, tanto nacionales como extran-
jeros. Son varios economistas con premio Nobel que rechazan el bitcóin. A
ellos se suman las posiciones adversas del Banco Mundial, el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo. Nada que ver con los
mismos de siempre a los que hace referencia en su narrativa el presidente,
pero él no quiere que las masas escuchen otras voces y busca descalicarlas
diciendo que son “el aparato ideológico” de la oligarquía, “el coro” de los que
se supone que están perdiendo sus privilegios.
La admiración de las masas por el presidente es tal que abundan imágenes
de él incluso en productos de artesanía para los turistas: tasas, camisas, platos,
etc. Este fenómeno se constata dando una vuelta por el mercado de artesanías
en San Salvador. Él se muestra como un ícono, se propone como un mode-
lo que debe ser imitado. Son varios los funcionarios de su gabinete los que
visten, caminan y mueven los brazos imitando al presidente. La apariencia
física de aquellos trata también de imitar la apariencia del presidente. Y, por si
fuera poco, hay niños que son vestidos por sus progenitores como si fueran el
presidente. Así las cosas, el presidente es un ídolo para las masas. Entre estas
se le absolutiza a tal grado que ¡al presidente no se le toca!
Para mantener este culto, el presidente necesita rearmar constantemente
su carisma. Esto signica que aquel debe probar una y otra vez que es posee-
dor de las características que las masas le atribuyen. Por eso tiene que repartir
benecios (milagros) constantemente: víveres, dinero, computadoras, camas
hospitalarias, vacunas, etc. El día en que el presidente no reparta benecios,
aunque sea simbólicos, ese día entrará en crisis su carisma. El día en que
las decisiones del presidente perjudiquen claramente a las masas, ese día el
encanto comenzará a desaparecer. Cuando su dominación deje de ser caris-
mática, ese día entonces tendrá que recurrir a la represión, a la fuerza bruta. El
dios Marte vendrá en su auxilio. Entonces las masas se darán cuenta de que el
presidente no es un dios a quien honrar. Ese día será un día de lamentación.
En aquel día, se cumplirá la profecía: “Y tu desprecio ha subido al Altísimo y
tu soberbia, al Fuerte. Y el Altísimo ha mirado sus tiempos y están acabados,
y a sus siglos y están completos” (Libro IV de Esdras, 11, 43-44).